Es difícil renunciar. Y también es difícil no renunciar. ¿A qué? A un sueño, a una aspiración, a un amor, a un ideal, a un trabajo o a una idea del mundo, por ejemplo.
Instagram y las demás redes sociales bombardean con consignas disfrazadas de sabiduría diciendo cosas como “No renuncies a tus sueños”. Sin embargo, a veces viene bien renunciar a ellos para ver nuestra realidad y la del entorno, y no quedarnos empastados en un mundo onírico que nos secuestra y aísla de lo real, paralizándonos. ¿Renunciar a los sueños es entonces una claudicación, un acto de mediocridad, un fracaso?
No necesariamente. Forjamos nuestra vida en diálogo con lo que ella nos trae, pero si no estamos dispuestos a renunciar a algunas de nuestras pretensiones, más que soñadores somos caprichosos o totalitarios que consideramos que toda renuncia es una herida a nuestra identidad. Y los avatares de la vida —que existen sin pedirnos permiso— se transforman en algo que ofende nuestra aspiración, sumergiéndonos en una frustración insoportable. (…)
Honrar los valores, el norte de cualquier renuncia Los deseos genuinos se diferencian de los caprichos porque son inteligentes y se van amoldando a la realidad con la intención de ponerla a jugar para el propio equipo. No pretenden anular la realidad para imponérsele, sino que se vinculan con ella.
Muchos en este punto dirán que no siempre se trata de ideales, sino de valores. Coincido. Los valores son “entidades vivas”, como decía el filósofo Alejandro Rozitchner, y en ese punto habitan cualquier escenario, por complejo que sea. Si honramos los valores, como el amor y sus derivados —la lealtad, la honestidad, la valentía, y otros—, no temeremos renunciar a lo que haya que renunciar, porque sabemos que la verdad del amor se abrirá camino en cualquier escenario.
Hay renunciamientos que pueden doler, pero son realizados en función de un bien superior. Renunciar a tener los hijos cerca, facilitando que busquen un mejor destino laboral en el que se desarrollen y crezcan. Renunciar a abrigarnos con la única manta que tenemos, porque preferimos abrigar a un hijo con ella. Renunciar a una pareja a la que se quiere, para no sucumbir en algún laberinto tóxico que nos propone. Renunciar a ganar mucha plata, porque esa plata no viene acompañada de un trabajo que sintonice con nuestra forma de ser. Si no cultivamos la posibilidad de renunciar a ciertas pretensiones, nuestra calidad de vida se deteriorará de manera creciente. (…)
Pero la vida no está hecha para la biografía “perfecta”, sino para la plenitud. Y saber renunciar cuando es oportuno hacerlo, es parte de esa plenitud que surge no por haberlo hecho todo, sino por haber hecho lo que había que hacer, paso a paso, con humildad y sin codicia. Al final de cuentas, vivir sin tantas pretensiones de “lograrlo todo” es lo que hace que las cosas de la vida tengan esa liviandad grata, que no lo desea todo, sino que desea lo que hace bien.
Fuente. https://www.sophiaonline.com.ar/