Por Mariela García – Colombia
A finales del año pasado, una corriente de alegría, orgullo y satisfacción sacudió Carasque, un pequeño pueblo del departamento de Chalatenango, en El Salvador. Uno de sus hijos acababa de ser nombrado por el papa Francisco nada menos que obispo auxiliar de Washington, la capital de un mundo que, hasta en tres ocasiones, le había negado la entrada, tres décadas antes, a aquel joven indocumentado llamado Evelio Menjivar-Ayala, y que ahora era llamado a velar por 700.000 católicos.
Nacido el 14 de agosto de 1970, Evelio, como tantos otros inmigrantes indocumentados centroamericanos, llegó a la frontera con los Estados Unidos persiguiendo el sueño de una vida mejor con el que poder ayudar a su familia, que aguardaba llena de incertidumbre noticias sobre una peripecia que en demasiadas ocasiones se queda en el fondo de un río, un barranco, en la selva o en manos de grupos de delincuentes que trafican con ellos.
En sólo un año, Evelio tropezó tres veces con una política migratoria inmisericorde que acabaría intentando levantar un muro. La primera vez, fue deportado a México. La segunda, en Guatemala. Y la tercera, fue detenido y encarcelado en una prisión mexicana, de la que logró salir solo dos días después mediante un soborno para acabar, con su hermano y dos primos, en el maletero de un coche conducido por un anciano estadounidense previamente contactado por un traficante de personas. De esa manera, apretujados, en silencio y con el corazón en un puño, pudieron cruzar la frontera entre Tijuana y San Diego.
Hoy a sus 52 años, cuando de nuevo le esperan en su pequeño pueblo salvadoreño para demostrarle el orgullo que sienten por lo que significa el reconocimiento episcopal en un país que aún los miran muy por encima del hombro, la constitución física de monseñor Menjivar-Ayala ayuda a entender los duros trabajos que tuvo que afrontar, en ocasiones llenos de penalidades.
Sin saber una palabra de inglés, sin papeles, se empleó en la construcción, en la limpieza y como pintor, en unas condiciones que no eran las mejores, pero de las que tampoco podía protestar porque realmente él no existía en el país de las grandes oportunidades, no era nadie porque exactamente era un indocumentado.
De la periferia al centro de la metrópoli
Un inmigrante de las periferias pastoreando en el corazón de la metrópoli. Aunque ese sueño de ‘pastorear, Evelio lo llevaba muy dentro antes incluso de que sintiese la necesidad de salir de su pueblo y jugarse la vida en una travesía que no todos consiguen acabar.
“Todos en la familia recuerdan que desde pequeño jugaba a ser sacerdote, que vestía una camisa larga y decía que era su sotana, que Dios era su Padre. Hoy es obispo, lo cual es una inmensa alegría para todos”, señaló su hermana Paula en declaraciones al Catholic Standar. Ella, junto a su madre, de 88 años, que todavía cultiva la tierra en el pueblo de donde salió Evelio hace 33 años, asistieron emocionadas a su ordenación episcopal, el pasado mes de febrero.
“Tengo alegría en el alma, y hasta el último día de mi vida le daré gracias a Dios por elegir y bendecir a mi hijo, a mi familia y a la comunidad salvadoreña que vive en este país”, señaló Catalina Ayala, tras la misa celebrada por su hijo en la parroquia de St. Mary en Landover Hills, Maryland, donde es párroco. Un país al que aquel joven indocumentado se ha propuesto ayudar a ser mejor, más fraterno y acogedor.