Por P.L. – El Salvador
El Salvador, el país más pequeño de América continental, con 20.000 kilómetros cuadrados y una población de 6.000.000 de personas, con una densidad de 300 habitantes por kilómetro cuadrado, era hasta hace poco uno de los países con mayores índices de violencia del mundo.
Históricamente, era un país considerado violento: la alta densidad de población -donde los estrechos espacios comunes son fuente permanente de conflictos-, la pobreza y las inmensas desigualdades, la escasez de oportunidades, el difícil acceso a la justicia, la impunidad y un uso corrupto de los espacios democráticos, han sido algunas de las manifestaciones de esta violencia. De hecho, Monseñor Romero abordó la cuestión de la violencia en su tercera y cuarta Carta Pastoral, ya hacia fines de la década de los años 70.
Un orden basado en la violencia del estado Una larga guerra civil de doce años, entre 1980 y 1992, ocasionó 70.000 personas muertas, centenares de miles de desplazados por la violencia, dividió el país en dos partes enfrentadas y culminó con unos Acuerdos de Paz que abrieron amplios horizontes a la esperanza de una sociedad sin injusticias. Sin embargo, no lograron superar las condiciones que ocasionaron la guerra.
En los últimos meses, el ‘Pulgarcito de América’, como se conoce a El Salvador desde la primera mitad del siglo XX, ha sido noticia en muchos medios de comunicación por su ‘combate a la delincuencia’, a la que parece haber derrotado. Los índices de asesinatos, violencias y extorsiones han disminuido hasta alcanzar niveles mínimos, al menos en los datos oficiales.
La construcción de ‘la cárcel más grande de América’, el CECOT (Centro de Confinamiento del Terrorismo), más de 70.000 detenidos, la desaparición de las pandillas de las calles y una fuerte propaganda oficial, parecen darle la razón a esta política. El empleo de ‘mano dura’ por parte de la policía y el ejército se lleva a cabo con bombos y platillos. La vigencia de un decreto legislativo que suprime las garantías individuales, y que la propia Asamblea Legislativa renueva mes a mes desde marzo de 2022, han hecho posible las capturas sin más trámites que una denuncia anónima.
La ‘mano dura’ ha implicado numerosos allanamientos sin orden judicial, amenazas de detención incluyendo perder la vida en prisión, falta del debido proceso, detenciones arbitrarias y violaciones a los derechos humanos por parte de quienes llevan a cabo capturas y confinamientos: han muerto 174 personas en situación de detención, muchas de ellas con evidencias de torturas, desnutrición o falta de atención a enfermedades crónicas; han habido más de 13.500 denuncias de atropellos a los derechos humanos en este contexto.
Se han registrado amenazas de detención y muerte. La mayor parte de las víctimas son jóvenes entre 19 y 30 años, y casi el 80 % de los detenidos son varones, aunque también hay adultos, mujeres, madres y abuelas. Los juicios para determinar culpabilidades son sumarios y muchos de los detenidos esperan meses la definición de su situación jurídica, o penal. Son culpables hasta que se determine su inocencia.
Es necesario considerar el inmenso número de víctimas indirectas: niños que quedan sin padres o madres, al cuidado de parientes o vecinos, madres que quedan sin hijos ni noticias de ellos, familias desmembradas que ven acentuarse su ya precaria vivencia. En muchas partes se perciben espacios vacíos, miedo a preguntar, resignación e impotencia.
La vida continúa con aparente normalidad, pero se ha instalado en la sociedad un miedo subyacente que condiciona las relaciones. El estado ha impuesto un orden que anula al que piensa distinto de quien tiene el poder, sin nexos causales ni argumentaciones razonables.
En el fondo, anula la individualidad de las personas. Ello ha hecho que, a pesar de todo esto, numerosas personas aprueben estas medidas y las justifiquen: eliminar al que piensa distinto suprimiendo sus derechos da razón a quien detenta el poder de ejercer la fuerza.
El ‘nuevo orden’ impuesto no es fruto del diálogo ni del consenso, anula las diferencias e impone formas de ver que no toman en cuenta al ‘otro’, al ‘diverso’, y pone en evidencia el deterioro moral de la población y el de las instituciones de diálogo.
Una sociedad sin injusticias ni desigualdades, donde todos tengan cabida y espacios en las decisiones, es una tarea pendiente en la sociedad salvadoreña.