Testimonio religioso para ser libre

Madurez

La madurez es una meta abierta, que se extiende por los horizontes de la vida, para penetrarla cada vez más con la flexibilidad mental de quien comprende que la persona ‘es’ no porque sea perfecta, sino porque siempre se cuestiona a sí misma, se considera parte de la humanidad en camino, hermana y hermano de todos, con la posibilidad de determinarse a sí mismo gracias a que siempre puede mejorar, levantarse después de cada error, alegrarse de la belleza de los demás, sufrir las penas propias y ajenas, en definitiva, vivir con el corazón.

Entendemos el corazón como la centralidad de la persona, como la dimensión más verdadera e íntima, el asiento de la “compasión”, es decir, de ese sentimiento tan importante para convivir con todos.

Cada uno de nosotros, con su propia historia, puede alcanzar la madurez si somos capaces de realizar dos grandes operaciones:

Llegar a ser dueño de sí mismo 

Significa ser capaz de determinarse ‘gobernarse a sí mismo’, a las propias emociones, a los propios instintos y sentimientos, que le sirven para mantenerse vivo en todo momento, participando en todos los acontecimientos de la vida, tanto agradables como desagradables. Este dominio se realiza a través de un proceso, un camino que la persona emprende, haciéndose cada vez más presente a sí misma y siendo capaz de amar: a través de un desarrollo de la propia sociabilidad que se vuelve capaz de transformarse en un bien mayor. De hecho, nuestra sociabilidad progresa a través de experiencias concretas de relaciones que se vuelven cada vez más auténticas y verdaderas, y al mismo tiempo tienden a la entrega.

La persona madura descubre que es parte de la humanidad no en un sentido amplio, ideológico, sino concretamente, ontológicamente, porque, como solía decir el gran filósofo judío Emmanuel Levinas (1906-1995): “Ya no existe el yo, sino que es el otro el que me hace existir”: por eso la mirada del otro es el reflejo de mí mismo y solo a través de esta mirada puedo comprender quién soy.

De aquí se sigue que el acto más inteligente para cada uno tiene lugar cuando se ama al otro de tal manera que hace el bien no sólo a los demás, sino también a sí mismo. 

También sabemos que ser maduro no significa haber alcanzado la meta de la vida, sino que representa la condición para seguir descubriendo las novedades de la existencia.

“Ya no existe el yo, sino que es el otro el que me hace existir”… 

De hecho, existe un estrecho vínculo entre la madurez de la persona que se siente en deuda con la vida y libre en el conocimiento y el niño pequeño que siempre está sediento de novedad y descubrimiento. 

Tal vez por eso Jesús dice: «En verdad os digo que, si no os arrepentís y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos» (Mt 18,3- 4), porque el reino de los cielos es el reino de la luz, de la novedad, de la belleza, de la inocencia, del amor. 

Y es por eso que, durante el camino hacia la madurez e incluso más allá de la plenitud de la propia persona, uno toma conciencia del hecho de que hay un Otro Lugar, que nos lleva hacia la transformación plena.

Dios Cerca 

La dimensión trascendental no es, por lo tanto, un aferramiento al poder porque uno se siente débil, o, como decía Freud, la proyección de las propias debilidades para invocar la protección de un Dios, sino la expectativa de un encuentro entre el Creador y la criatura. 

Un encuentro que ya ha tenido lugar porque Dios ha venido casi hasta el final para entrar en nosotros, pero que aún continúa en una dimensión cada vez más atractiva. El testimonio religioso, entonces, no es otra cosa que la evidencia de Dios en nosotros que espera y atrae.

De hecho, el amor de Dios habita en lo más profundo de cada uno de nosotros con el deseo del amor que Dios ha puesto en nuestros corazones. 

“El testimonio religioso, entonces, no es otra cosa que la evidencia de Dios en nosotros que espera y atrae” 

Por lo tanto, es necesario responder concretamente a esta invitación.

¿Pero cómo? 

De dos maneras muy concretas: 

1) Estar con Jesús: encontrarlo a través de la oración o de la meditación personal, comunitaria y de la misa. Es un hábito que nos lleva a la santidad y ternura del amor, de sentirnos amados. 2) Abrirnos a los demás: descubrir en los rostros de nuestros hermanos y hermanas la misma llamada de Jesús que abre nuestra intimidad al amor recíproco. Si hacemos esto, entonces nuestros corazones estallarán de alegría.

Por Ezio Aceti

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