¡Esperanzar! Comunidades en acción

¡Esperanzar! Comunidades en acción
 Por Rosa Ramos -Uruguay

 Fuente. https://www.amerindiaenlared.org/

¡Esperanzar es levantarse, esperanzar es perseguir algo, esperanzar es construir, esperanzar es no desistir! Paulo Freire

Una comunidad, algo tan necesario, profundamente humano; sin embargo, es tan difícil de construir, conservar y enriquecer creativamente. Cuando se da, ya es un milagro, anticipo y figura del Reino de Dios.

Como la que el Galileo de Nazaret, conformó cuando dejó su aldea para anunciar algo que le quemaba adentro; convocó y consolidó en pocos años -uno o tres, no está tan claro para los exégetas- con unos pocos pescadores, gente sencilla, algunas y algunos otros de poca o mala reputación. Una comunidad de seguidores, de vida itinerante, sencilla y alegre, que recorría los polvorientos caminos, pasaba por los pueblos llevando bendición y sanación; de ahí la alegría honda que se retroalimentaba y propagaba, generando ese esperanzar del que hablaba Paulo Freire.

Sí, Jesús convocó amigos “para estar con Él”, cuando salió a predicar la Buena Noticia de un Dios diferente, amoroso, amigo de la vida, sin prejuicios, muy sensible y cercano al sufrimiento humano. Él mismo iba confirmando que así era su Abba -que le hizo experimentar que era hijo muy amado- viviendo de ese modo, al ver ese milagro que acontecía, y ayudando a los otros a ver que era posible construir algo nuevo y bueno. La comunidad crecía, unos y otros se encontraban, compartían y se convertían en Buena Noticia para muchos, dejando una estela de luz, comunicando vida y vida abundante. Para eso había venido Jesús, consignaron luego sus compañeros. (Jn. 10, 10) 

Claro que las comunidades tienen altos y bajos, dificultades, tensiones y hasta pueden separarse, dispersarse. Eso ocurrió ya en tiempos de Jesús, muchos de los seguidores en cierto momento comenzaron a alejarse, el contingente se redujo. Y, como sabemos, ante la adversidad, en el momento crítico, del apresamiento y cruenta muerte -que no lograban comprender- muchos huyeron decepcionados, no sólo temerosos y no lograron permanecer unidos. La imagen de Dios que tenían, en proceso de cambio, aún conservaba resabios que emergieron ante la persecución y muerte del Maestro. ¿Si era enviado de Dios, o Hijo, cómo podía sucederle eso?, ¿cómo iba a ser torturado y ejecutado con el método reservado a los mayores rebeldes y a los esclavos?

Las comunidades, siendo un milagro, anticipo y figura del Reino, no son inmunes ni invulnerables, son dinámicas, así como se conforman y florecen, también sufren crisis y hasta mueren. No obstante, la convocada por Jesús, resucitó junto con Él.

Las amigas y amigos más cercanos, tras la decepción, el “no entender”, tuvieron que desaprender y “recordar todo lo que Él les había dicho” (Jn. 14, 26) para descubrir y recomponer su imagen de Dios. Tal como tenemos que hacer nosotros una y tantas veces en la vida. Los discípulos se reagruparon, florecieron las nuevas y primitivas comunidades, en su diversidad, no sin tensiones, pero la fidelidad al Maestro las resucitó y regaló nueva vida. Una vida hermosa, pero siempre frágil y amenazada de desvíos e infidelidad: es el camino de la Iglesia.

De esas primeras comunidades somos herederos, continuadores y constructores, no pocas veces también traidores. Pero gracias al Espíritu de Dios, al Espíritu de Jesús, regalado gratuitamente, que consuela y enseña, que todo lo renueva y que no se cansa de las peripecias humanas, también somos capaces de renovar, refundar si es preciso, y convocar a nuevas a lo largo de la historia.

Este breve escrito no es un ensayo sobre eclesiología. Quiere ser testimonio del milagro que son en sí mismas las comunidades y de un milagro concreto que nos ha regalado un nuevo “Lázaro”. Nuestro Lázaro, Héctor se llama, después de cuatro días, como el primero, ha vuelto a la vida, ha sido llamado por la comunidad y hoy lo podemos volver a abrazar y contar entre los nuestros. (Cfr. Jn.11, 38-44) Claro que un milagro es un signo de algo nuevo, del Reino incoado, y como aquellos que hacía Jesús, nos exige interpretarlo y nos compromete mucho más.

He aquí la historia del milagro. Héctor, de ochenta largos años, viudo hace mucho tiempo, vivía solo. Se acercó a la comunidad de San Antonino (en el barrio Jacinto Vera de Montevideo) y se fue integrando activamente a grupos y actividades. Dada su edad -o pese a ella- su modo de vincularse día a día era el whatsapp, saludaba, ponía mensajes, videos, incluso en aquellos grupos en que se había pedido sólo información relevante. Pero a Héctor se le permitían esas licencias. Pocos días antes de Navidad, Olga, una inmigrante bien acogida e integrada a la comunidad, notó la ausencia de saludos y mensajes de Héctor, se lo hizo notar a Ana María o Any, una antigua feligresa siempre activa y solidaria, no sólo en la vida parroquial sino barrial y ciudadana. En expresión que quizá algunos tilden de sesentista: “una cristiana comprometida”. A su vez dieron la alarma al párroco y al diácono permanente que no podía salir, puesto que estaba al cuidado de un nieto.

La comunidad alertada, luego de llamar sin respuesta muchas veces a Héctor, se puso en marcha. Ana María y Pablo, el sacerdote, acudieron a la casa, la encontraron cerrada y con la llave por dentro, de tal modo que aun teniendo una vecina la llave, era imposible entrar. Allí se unieron también al llamado apremiante a la puerta de Héctor esa vecina y otro. Obviamente la respuesta fue el silencio, que a esa altura más que inquietante era confirmatorio de lo que temían. Llamaron cerrajero y policía, para entrar a recuperar el cuerpo.

¿Guardaba alguno una secreta esperanza? Muchos de la comunidad permanecían llorando en sus casas como María, la hermana de Lázaro, otros afirmaban como Marta que creían en la resurrección al final de los tiempos, pero les parecía un disparate ir la tumba pues llevaba ya cuatro días y olía mal. Pero allí estaban, y aquí vale la cita más larga del pedagogo brasileño: “Es preciso tener esperanza, pero tener esperanza del verbo esperanzar; porque hay gente que tiene esperanza de verbo esperar. Y la esperanza del verbo esperar no es esperanza, es espera. ¡Esperanzar es levantarse, esperanzar es perseguir algo, esperanzar es construir, esperanzar es no desistir!”

Llegaron dos policías jóvenes, lograron abrir la puerta, avanzaron ellos y detrás el párroco. Y se encontraron con Héctor vivo, con plena lucidez, los ojos muy abiertos y la mayor bienvenida a los salvadores. Era un milagro para él oír las voces, ver entrar gente y recorrer el corredor hasta el baño, que lo encontraran después de permanecer caído en la bañera desnudo, sin haberse alimentado ni bebido durante cuatro días. Los jóvenes policías que entraron primero, al encontrarlo gritaron emocionados: “¡el viejito está vivo!”

Fue un milagro para esa pequeña comitiva encontrar no un cadáver ennegrecido, putrefacto y mal oliente, sino al amigo querido, al hermano, vivo. Vivo y sonriéndoles. Gritaban, reían, lloraban todos, pero de alegría; a la vez querían levantarlo, abrigarlo, darle de beber y comer algo, llamar a la emergencia… y mensajear a todos los miembros de la comunidad: “¡Nuestro hermano Héctor está vivo, es un milagro, bendito sea Dios!” La buena noticia y la alegría corrió por todo el barrio, como en otros tiempos con Lázaro, pero a la velocidad actual de las redes.

Héctor estuvo unos días internado recuperándose, luego volvió al barrio, a su casa y a la parroquia, a sentarse el 1º de enero, más adelante de lo que habitualmente hacía, escoltado por Olga. La homilía de Pablo, siempre aterrizada, comenzó relatando el milagro. Al domingo siguiente ya nuestro Lázaro se atrevió a ir solo, agradecido él, agradecidos todos, mirándonos y queriéndonos más, sintiéndonos más comunidad tras lo vivido.

Sí, la vida de Héctor es un milagro, así lo atestiguamos, pero no en el sentido mágico, no como fruto de una intervención divina por fuera de las leyes naturales, tras una serie de rogativas. No. Se trató de un milagro divino por medio de manos humanas, tal como lo anunció Jesús al darle poder a los discípulos. A Héctor lo salvó el amor, la preocupación, el cuidado atento de la comunidad y ésta, a su vez, experimentó aquello que dice Marcos sobre la elección de Jesús de los discípulos. “Los eligió para estar con él y darles poder de expulsar demonios” (Mc 3, 13-15). La comunidad de San Antonino no sólo “hace milagros”, es ella misma signo-milagro y ha probado ser capaz de expulsar los demonios del egoísmo, del aislamiento cómodo.

El milagro de Héctor nos compromete a redoblar las opciones de ser Iglesia-comunidad de amigos y seguidores de las enseñanzas del Maestro, y en lo muy concreto, en el cuidado de la vida de Héctor. Un milagro-signo, es una confirmación del camino y una responsabilidad de todos y cada uno por todos los hermanos y hermanas. Y ¿por qué no?, ¡claro que sí!, nos recuerda la responsabilidad social mucho más amplia, de humanos humanizándonos mutuamente en la historia.

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