Las palabras (dichas o no) son protagonistas de este pequeño homenaje de una hija a su mamá y, en ella, a todas las madres. Porque muchas veces es simplemente aquello que no se dice lo que queda marcado para siempre.
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Era suave la infancia y los sábados había olor a ropa limpia y a mantecados de vainilla. Todavía no existía en mi mundo el periodismo, ¿qué iba a existir? Si debía tener, como mucho, 6 años. Las únicas letras que me rondaban por aquellos tiempos eran las que la maestra desplegaba con tiza sobre el pizarrón negro. O las que escribía Valentino, el almacenero de la esquina, famoso por cobrar lo que se le daba la gana; permisos de la inflación. Entonces, cada vez que nos entregaba la bolsa, en lugar del precio ponía unas equis para cotizar en alza a fin de mes. “Elsa, usted deve leche y pan por XXX monedas”, escribía. Curioso: él tenía faltas de ortografía, pero la que sentía vergüenza era yo. Es que me daba no sé qué, porque mientras los demás recibían vueltos, a mi mamá siempre le tocaba el papelito.
“Se llama pedir fiado, no tiene nada de malo”, me dijo mamá una tarde, al verme salir cabizbaja del almacén.

Pero no dijo nada de la dignidad. Ni siquiera mencionó que, a veces, las diferencias eran oportunidades para hacer cosas nuevas, locas, inesperadas. Ella se iba a trabajar pasaditas las seis mientras yo sentía el frío en la nariz, que era lo único que me quedaba afuera de las frazadas. En las noches de invierno estaba prohibido moverse, porque el riesgo de destaparse era igual a helarse una mano o la punta del pie. A pesar del viento o de la lluvia, mi mamá salía cada mañana y cerraba la puerta del Fiat 1500 con un golpe seco. Yo me quedaba escuchando hasta que arrancaba el motor. Bueno, no siempre arrancaba. Esas veces la oía hablar con las vecinas madrugadoras (aun a las más viejas) para que dejaran las escobas a un lado y le dieran una mano para empujar.
Temprano, trabajaba en la Municipalidad. A la tarde era asistente social en una escuela de zona suburbana. Y si le quedaba algún hueco, vendía ollas Essen. Vida de mujer joven separada y con ganas de progresar. A mi hermana y a mí nos cuidaba la abuela.
–¿Por qué no te quedas, mami? –le preguntaba si de repente venía a darme un beso en la frente.
–Porque yo quiero que tengan una vida linda –decía con una sonrisa y los ojos rojos de sueño.
Nunca dijo que tener una vida linda era difícil, pero que siempre valía la pena intentarlo.
Sin embargo, nos llevaba a la escuela donde trabajaba y daba gusto ver cómo la querían los chicos, porque conseguía donaciones de zapatillas o ayudaba a sus padres a obtener un empleo. También festejaba los cumpleaños de los que no tenían con qué, con disfraces bien intencionados, aunque indescifrables. ¿Era un hada, una libélula, un águila mojada?
Tampoco dijo que había que esforzarse, aunque a veces parecía el entrenador de un equipo de alto rendimiento.
“¡Vamos, arriba marmotas!”, gritaba entre risas.
¿Quién podía dormir hasta el mediodía los fines de semana, cuando ella empezaba a limpiar desde temprano? De pronto aparecía revoleando una franela y, con la radio al mango, abría la persiana para que la luz nos diera de lleno en las pupilas.
Bastaba verla para entender que siempre encontrabauna manera muy suya de hacer todas las cosas, porque si se le daba por lavar el auto en shorts, por ejemplo, y alguno pasaba y le gritaba algo subido de tono, lo corría a los manguerazos. Después, nos preparaba chocolatada con pan y manteca.
Y aunque no dijo nada del miedo, yo lo vi clarito en su mirada húmeda la vez que, al caer de la bicicleta, me abrí la cabeza contra una maceta llena de malvones. O esa mañana cuando, después de llamarme y llamarme sin obtener respuesta para ver cómo venían las contracciones, fue corriendo hasta el hospital y me encontró recién salida de la sala de parto con su nieto entre mis brazos.
Ni siquiera me habló de esta tentación de querer decirle a un hijo todo de entrada: que no siempre las cosas serían fáciles, pero igual encontraríamos la manera de salir adelante con la frente alta, o al menos riéndonos para no llorar. Que siempre me tendría cerquita (a veces demasiado, ¿qué madre es perfecta?) y que cuando yo fuera a trabajar y él hiciera berrinches por tenerme tantas horas lejos, sería por él, por mí, por una vida linda. Que mi peor miedo, sin duda, sería verlo triste de verdad alguna vez… Entonces, esas veces, cocinaríamos mantecados de vainilla en silencio, como hacíamos con mi mamá.
Porque, claro, ¿qué podríamos decir ella, yo, cualquier madre, que no haya sido o dicho una y mil veces sin palabras?
Por María Eugenia Sidoti