Según el filósofo italiano Daniele Giglioli, el victimismo tiene un gran poder de manipulación: la capacidad de ocultar la propia sombra culpabilizando a otros. Reflexiones sobre un mal de este tiempo.
Están en todas partes, y casi todos nos los hemos cruzado. Esas personas y esos grupos que se muestran siempre como víctimas de alguna agresión, alguna injusticia, alguna incomprensión, alguna carencia no resarcida. Más allá de si algo de eso es cierto, ellos lo
presentarán como verdadero. No habrá lugar a demostrar lo contrario. El victimismo ha existido siempre, es una de las tantas conductas humanas posibles. Pero alcanza dimensiones remarcables en nuestros días y está en estrecha conexión con otras
cuestiones: la culpa, el pensamiento políticamente correcto (o “buenismo”) y la declinación de la responsabilidad. “La víctima es el héroe de nuestro tiempo”, dice taxativamente el filósofo italiano Daniele Giglioli en su ensayo Crítica de la víctima.
Declararse víctima de algo es, al mismo tiempo, adquirir certificado de inocencia. La víctima no puede ser culpable. La culpabilidad recae sobre otro u otros. Los causantes de su sufrimiento. La convivencia en pareja, familia, grupos, comunidades, sociedades, países y todo tipo de conglomerados humanos genera múltiples situaciones, muchas de ellas ambiguas, confusas, cambiantes, que ofrecen la posibilidad de considerarse víctima. Desde ese lugar desaparece la responsabilidad, no importan, no suelen importar, las acciones y conductas de la auto declarada víctima, el rol que haya jugado para provocar la situación que denuncia. La víctima, dice Giglioli, no debe responder ni hacerse cargo de nada. Sólo señalar, acusar. Sufrir. Y quien no está de su lado queda ubicado, inmediatamente, del lado del victimario. Nunca es responsable. Nunca hizo nada, siempre “le” hicieron. Esto lleva a
que el victimismo se centre en estimular la “buena conciencia” de quienes desean estar siempre del lado “bueno” de la historia y salir favorecidos en la foto. Declararse víctima crea un relato, señala Giglioli en su libro, y se desea aparecer en ese relato junto al “héroe” victimizado.
El poder de la víctima
De acuerdo con el pensador italiano, al colocar a la víctima en el centro y ponerse de su lado quienes así lo hacen eliminan su propia sombra, sus lados oscuros, y se convierten en moralistas. Esto adquiere un tinte oportunista y perverso cuando el victimismo no se asienta en agresiones reales y comprobables. Los sociólogos estadounidenses Bradley Campbell y
Jason Manning estudian este fenómeno en su libro The Rise of Victimhood Culture: Microaggressions, Safe Spaces, and the New Culture Wars (El surgimiento de la cultura del victimismo: microagresiones, espacios seguros y nuevos conflictos culturales). En él advierten cómo la cultura del victimismo, un fenómeno que adquiere particular relevancia en este siglo, otorga a quienes se presentan públicamente como ofendidos o mártires de alguna cuestión una especie de superioridad moral a partir de la cual suelen exigir tratamiento o reparaciones que, de no ser concedidos, pueden llegar a hacerles sentir que tienen “derecho” a venganzas, revanchas o desquites que presentarán como “razonables” y “justos”.
Curiosamente en muchos ambientes políticos, universitarios, grupos feministas radicalizados, comunidades religiosas o raciales, el libro de Campbell y Manning fue acusado de ser una “microagresión”. Este término, nacido al calor de la cultura del
victimismo, define a acciones a menudo casuales, no intencionadas y muchas veces inconscientes que las víctimas toman como pretexto para reforzar su condición. De esta manera, quien se declara víctima adquiere poder y se propone silenciar a quien lo
cuestiona. Se crea, según describe Daniele Giglioli, una aristocracia del dolor y una meritocracia del sufrimiento. Una vez establecida se inicia una competencia para ver quién es el campeón de las víctimas, el más sufriente, el que tiene, por lo tanto, más derechos y menos responsabilidades.
Las falsas identidades
El victimismo puede tener manifestaciones individuales y privadas, tanto como colectivas y públicas. Las políticas identitarias en auge en este tiempo impulsan la expansión del victimismo colectivo o grupal. Grupos que se constituyen alrededor de cuestiones de género, raza, pertenencia social, religión, creencias, ideología, etcétera crean relatos en los
cuales se perciben como víctimas mientras hacen de aquello que los congrega el centro de su identidad. Sus miembros no están definidos por su humanidad integral, sino que “son” aquello que los agrupa. Lo identitario anula la preciosa individualidad de cada integrante y todos se consideran “víctimas” de lo mismo. Quien no lo siente así es segregado. Ante esos
grupos suelen aparecer personas u organizaciones que se ponen de su lado, que se convierten en sus defensores o patrocinadores y que, en definitiva, como bien señala Giglioli, anulan la voz de la víctima (supuesta o real), hablan por ella, la anulan.
Honrar a las víctimas reales
Considerarse víctima, por otro lado, se convierte en una forma de identidad. Dejar de ser víctima es dejar de ser. Por lo tanto, hay que mantenerse en el rol. Y la víctima está anclada, al pasado, a lo que “le hicieron”, porque si se mueve de allí, si conecta con el futuro o con un presente distinto a aquel pasado ya no es víctima. ¿Y entonces qué es?
Por supuesto que características descritas no les caben a todos quienes están en situación de víctimas. No a las víctimas reales, que las hay y muchas. Pero ellas no son expresiones del victimismo. Sufren un dolor, un agravio verdadero, del que desean salir. Aspiran a cambiar su situación, a reparar su dignidad dañada, lo necesitan. Se ven disminuidas en el lugar de víctima, y no lo desean. Quieren alejarse del resentimiento, recuperar el futuro, exponer y expandir su potencial y hacerlo con su voz. Para honrarlas, para acompañar de veras, y sin intenciones moralistas ni utilitarias, a las víctimas reales de ofensas y agresiones verdaderas es importante mantener la lucidez y el pensamiento crítico. Eso ayuda a diferenciarlas de quienes han convertido al victimismo en una poderosa y tóxica herramienta de manipulación de nuestro tiempo.
Por Sergio Sinay
Fuente. https://www.sophiaonline.com.ar/