Soy Sanuy Capa Pinto, ecuatoriano. Desde temprana edad me cuestioné mi origen cultural. A los ocho años conocí a mi bisabuela. Esa experiencia fue muy fuerte para mí, porque yo no sabía de su existencia, mi abuela nunca nos habló de sus padres y mucho menos de su madre, por aquel entonces aún vivía. Este hecho, en mi mente de niño, no lo podía comprender.

Recuerdo ese día que la conocí, fue una mañana de verano cuando mis primos y yo jugábamos a las escondidillas en un espacio descampado próximo a la casa de mi abuela. El objetivo del juego era escondemos lo mejor que pudiéramos para que quien contaba no pudiera encontramos. No sé por qué razón corrí a esconderme a la casa de mi bisabuela, allí me encontré con mi tía abuela (hermana de mi abuelita), quien me tenía mucho cariño, y me invitó a pasar al interior de la casa. Pasé, me senté en unos troncos que servían de asiento y que estaban ubicados alrededor del fogón de leña o tulpa en Lengua Kichwa. Mi tía abuela me ofreció aguacate con maíz tostado y en ese instante mi bisabuela entró y preguntó quién era yo. Fue la primera y última vez que tuve la oportunidad de compartir con ella. Sus rasgos físicos de una mujer indígena y su vestimenta me hicieron cuestionar profundamente mi raíz étnica. Desde aquel momento me preguntaba por qué mi abuela nunca quiso que conociéramos a su madre y menos aún que nos acercáramos a su casa.
A medida que crecí tuve algunas experiencias de racismo, estas me motivaron a investigar y a conocer mejor los antecedentes históricos vividos en la familia que le dieran respuesta al gran número de cuestionamientos que me surgían de cara a mi realidad cultural. Descubrí el dolor y las penurias que a mis abuelos y abuelas les tocó vivir.
Recuerdo que en el bachillerato un docente nos hizo ver una película donde se recreaba de forma casi fidedigna la realidad de exclusión y vulneración de la dignidad que sufrieron los indígenas y, como ellos, mis abuelos y abuelas. Me di cuenta de que el racismo fue una pandemia que naturalizó los peores actos infringidos a la población indigena en los denominados «huasipungos».
Conectando con mis raíces
En la juventud tuve la oportunidad de hacer durante un mes, una experiencia de misión en una comunidad indígena de la sierra centro de mi país. En esta oportunidad entré en contacto directo con la lengua nativa, las tradiciones y formas organizativas comunitarias que me enseñaron el valor de las raíces culturales más profundas; además, también tuve un particular acercamiento a la vida y obra de Mons. Leonidas Proaño, su espíritu de entrega por la reivindicación de los derechos y la dignidad de mis hermanos y hermanas indígenas; todo esto le dio un giro importante a mi vida, un llamado a abrazar con fuerza y amor mi identidad cultural como Runa (ser humano andino).
El bálsamo del perdón
Este llamado a la interculturalidad fraterna se fue configurando durante el 2009 al 2014 cuando, por motivos de estudios, viajé con mi familia a Madrid y viví algún tiempo allí. El Eterno Creador y Criador de la vida condujo mis pasos hasta ahí. El me estaba preparando, capacitando.
En una ocasión un amigo misionero de la Fraternidad Misionera Verbum Dei me invitó a un fin de semana de retiro espiritual y acepté con gusto. Al llegar a la casa de espiritualidad de este movimiento me recibió una misionera española que estaba con muletas y con yeso (escayola) en el pie, al acercarse a mí me preguntó mi nombre; Sin duda mi nombre le pareció particular y me preguntó de qué país era, yo le contesté que de Ecuador. Me preguntó, con respeto, mi parecer sobre la conquista española en América, a lo que le respondí parafraseando un famoso vals: hermana, «no me toquen ese vals porque me mata». Ella sonrió, pero en el fondo comprendió que no era cómodo para mí tocar ese tema pues a decir verdad hasta ese entonces yo tenía muy marcado en mi corazón el prejuicio y el dolor de mi gente por todo lo que sufrió en aquellas instancias históricas.
Sin vacilar y con mucha humildad y respeto, la misionera con gran esfuerzo consiguió arrodillarse ante mí y poniendo sus manos juntas en su pecho me dijo: Samiy tengo que hacer algo importante por ti, en nombre de todos mis ancestros españoles que causaron dolor y muerte a tu gente, te pido perdón.
Ante este gesto profundo de humildad y amor fraterno, me quedé absorto. Sentí que en mi corazón se caía un muro infranqueable y que una carga pesada se desvanecía de repente. Aquella experiencia fue la primera de muchas que me ayudaron a sanar y a comprender que el Eterno Creador me estaba forjando para algo especial.
Matices de un llamado
Después de algún tiempo sentí que tenía que regresar a mi país y fue en el 2016 cuando, por la invitación de un amigo, participé en la Semana Mundo Unido que se desarrolló en un contexto intercultural y fraterno. Inicia así mi camino en este sueño de diálogo intercultural que, en 2017 se concreta con una pequeña comisión en Ecuador y que hoy es una red en Latinoamérica y El Caribe: Rimarishun en Lengua Kichwa o Dialoguemos en Lengua Castellana.

Al compartir un poco de mi vida a grandes rasgos, descubro cuán necesario es en estos momentos de la historia el tejido intercultural fraterno, ya que estamos llamados a ser sal y luz para muchos pueblos y culturas que necesitamos sentir calor de hogar, sentimos aceptados en nuestra diversidad y dejarnos enriquecer de los saberes culturales mutuos sin perder los propios; cuánto nos ayuda sabernos familia ampliada que se reconoce desde el respeto recíproco. Ser testimonio de amor fraterno en nuestros ambientes e ir contracorriente a los modelos relacionales excluyentes que se han naturalizado en nuestras sociedades; deponer el racismo y la violencia con el AMOR.
Por Samiy Capa Pinto- Ecuador