La “Escuela Vaticana” al servicio de la esperanza en nuestro mundo, lacerado por la crisis ecológica, la injusticia social, la guerra “en pedazos”, el neocolonialismo, el asedio a la democracia y la falta de ética en la revolución de los algoritmos, el Papa Francisco, verdadero apóstol de la infinita dignidad humana, de la paz y de la no violencia activa, nos ha convocado a una amplia “alianza social para la esperanza” (Spes non confundit 9), en el marco del Jubileo del primer cuarto del siglo XXI.
Me interesa reflexionar aquí sobre las propuestas de la Doctrina Social de la Iglesia (DSI) o Discernimiento Social de la Iglesia o “Escuela Vaticana”1, en materia de fraternidad y desarrollo humano integral y sostenible, de los pueblos, especialmente de los pueblos pobres, y de los pobres mismos. Antes de continuar, resulta fundamental tener presente que la DSI no es ideología (en el sentido arendtiano del término, es decir, “lógica coactiva de la idea”), sino teología, concretamente, teología moral social. Este es su estatuto epistemológico.
A partir de estos breves señalamientos se puede decir que para el Papa Francisco la paz es fruto de la fraternidad y la organización comunitaria por justicia social.
Aclaro que en esto hay continuidad y cambio respecto a sus predecesores: para Pío XII el lema era Opus iustitiae pax (“La paz, obra de la justicia”). Para Juan Pablo II, como quedó plasmado en la publicación del Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia (2004), la consigna era Opus solidaritatis pax (“La paz, obra de la solidaridad”). A partir del actual Magisterio Social Pontificio, podemos decir entonces que Francisco retoma estos postulados, pero los actualiza en clave de fraternidad y organización comunitaria, según adelanté.
En una apretada síntesis y siguiendo la identificación de tres grandes etapas en la historia de la DSI, según postulara el recordado estudioso Gerardo Farrell (1994), señalo que la “Escuela Vaticana” surgió en 1891 con León XIII, a partir de la publicación de la célebre encíclica Rerum Novarum. Cabe recordar que este pronunciamiento desde el más alto nivel del Magisterio de la Iglesia, se dio como respuesta a la llamada “cuestión social”, producto de las consecuencias sociales que iba dejando la Revolución Industrial, sobre todo en los países de un capitalismo avanzado para la época. De esto dio cuenta la monumental novela Los Miserables de Victor Hugo (1862). Desde aquel momento y hasta 1958, año del fallecimiento de Pío XII, la cuestión social (y con ella la DSI) tuvo un carácter marcadamente socio-económico. Además, su método partía de lo deductivo hacia lo empírico.
En los pontificados de Juan XXIII y Pablo VI, no sólo tocó responder a la expansión de la cuestión social a escala planetaria (con el impulso a la carrera espacial en medio de la Guerra Fría y las discusiones sobre la natalidad), sino también a un giro metodológico:
de lo empírico a lo deductivo, o, como lo plasmará Juan XXIII en el número 236 de la encíclica Mater et Magistra, el método ver, juzgar, actuar.
Es decir, partimos de la realidad tal como es, no de las ideas que tenemos sobre ella. La renovación que supuso el Sacrosanto Concilio Vaticano II y su llamamiento a discernir los “signos de los tiempos” enfatizó esa reorientación pastoral. Ahora bien, en esta etapa, si pensamos por ejemplo en los convulsionados años 60’ y 70’, el mundo estaba partido en cuatro
bloques: el capitalismo en Occidente, el comunismo en Oriente y, a la vez, una línea más sutil pero real que separaba al Norte desarrollado del Sur subdesarrollado. O, dicho en categorías de parte de la teología y la filosofía surgida en y desde América Latina, el Sur dependiente, cuyos pueblos anhelaban la liberación del dominio de los centros de poder del Norte. En este contexto se expandirá por todo el mundo y paulatinamente la obra de amor operante de una mujer, la Madre Teresa de Calcuta, entre “los más pobres de los pobres” en los cuales veía a Cristo oculto “bajo un angustioso disfraz”.
A partir de la elección de Juan Pablo II en 1978, la DSI se preocupará por los fundamentos antropológicos de los problemas de la cuestión social.
Para el Papa polaco, la preocupación estaba en corregir la visión que de la persona humana nos legó la modernidad, valorando la infinita dignidad del hombre y la mujer, en tanto imago Dei.
Por eso, en la única encíclica dedicada íntegramente al trabajo, Laborem exercens (1981), se destaca el carácter subjetivo del mismo (quién produce) por sobre el carácter objetivo (lo que se produce). Es decir, la persona del trabajador se pone en el centro y participa del misterio de creación y de redención. Así, “el trabajo humano es una clave, quizá la clave esencial, de toda la cuestión social”2.
Con la caída del Muro de Berlín en 1989 parecía que la historia llegaba a su fin, según se había vaticinado equívocamente. Si bien reconocía la nueva realidad, signada por el triunfo de la economía de mercado, la “Escuela Vaticana” no dejaría de advertir sobre los peligros de convertir en ídolos al mercado y al dinero. Muestra de este infausto devenir fue el estallido de la
burbuja financiera en 2007-2008, que merecería la reflexión de Benedicto XVI reimpulsando la necesidad de un desarrollo humano integral, con su encíclica Caritas in Veritate (2009), evocando la encíclica Populorum Progressio de Pablo VI (1967).
Desde la elección del Santo Padre Francisco en 2013, la etapa antropológica de la DSI se complementa con la centralidad de la ecología integral (Laudato Si’, 2015) y de la fraternidad (Fratelli Tutti, 2020), óptica desde la cual expresa su opción profética por “los miserables” o “los más pobres de los pobres” o “los excluidos” (Cf. Evangelii Gaudium, 2013), desde la mística sacricordiana (Dilexit nos, 2024).
Pero algunos, por ignorancia o por malicia, acusan a la DSI o Discernimiento Social de la Iglesia o “Escuela Vaticana” de poner más el acento en la distribución que en la creación o producción de valor. Allí están las acusaciones, podía decirse, desde versiones simplonas y radicalizadas (como la expresada por Murray Rothbard) de posturas que se remontan, por
ejemplo, o a Robert Nozick (liberalismo libertario o propietarista) o a la llamada “Escuela Austríaca” de Ludwig von Mises y Fiedrich Hayek, entre otros exponentes. Para tales detractores, el catolicismo social pregona el “pobrismo”, con la defensa de la intervención subsidiaria del Estado y el supuesto combate tanto a la legítima prosperidad como a los
derechos de propiedad. Esas invectivas no solamente son falaces sino que incluso no pocas veces son violentas o generadoras de violencia, al avalar estructuras de pecado.
Por lo visto a partir del sucinto recorrido que he realizado desde Francisco, pero también desde León XIII y demás Pontífices, las críticas mencionadas no tienen asidero, puesto que los católicos, desde el Evangelio de la creación y la teología del trabajo, asumimos que el ser humano es co-creador con Dios creador, al tiempo que afirmamos que los bienes creados y desarrollados son para todos y todas, según la justicia social, “principio rector de la economía” que debe ser restaurado (Quadragesimo anno 88). En un contexto en constante cambio, la Iglesia encuentra allí una forma alternativa de creatividad y de distribución solidaria para vencer la desolación violenta de nuestro mundo desde la esperanza, especialmente de los más pobres, organizada comunitariamente.
Por Aníbal Torres – Doctor en Ciencia Política y Profesor universitario
1. Tomo esta denominación del periodista argentino Jorge Fontevecchia (2022),
como forma de inscribir a la Doctrina Social de la Iglesia como aporte a la
historia de las ideas, por decirlo de algún modo.
2. LE 3.