A mediados de abril el ambiente universitario comenzaba a cargarse de ansiedad: se acercaban los exámenes finales del semestre. Siempre se me facilitó aprender, y con el tiempo mis amigos empezaron a pedirme ayuda para estudiar. Con gusto acepté ese rol, convirtiéndome en una especie de guía para ellos.
Una vez terminadas las clases y antes de empezar los exámenes, ya no tenía razones para ir a la universidad.
Aun así, motivado por el deseo de apoyar, seguía asistiendo desde las siete de la mañana hasta entrada la tarde para estudiar junto con mis compañeros. Pero un día, en medio del cansancio, surgió una pregunta que me incomodó: ¿debería cobrar por esto? Sentía que no todos valoraban mi tiempo ni el esfuerzo que hacía.
Fue entonces cuando la lectura de la Palabra de Vida me ofreció claridad. Mi hermano también me recordó un pasaje que transformó mi perspectiva: cuando Jesús compartió el pan y el vino con sus apóstoles, no pidió nada a cambio. Simplemente dio.
Ese momento fue decisivo. Comprendí que compartir o que sé no es una transacción, sino una expresión de generosidad, un propósito de vida. Desde entonces, cada vez que tengo la oportunidad de brindar mi tiempo, mis conocimientos, mi atención, lo hago con alegría. Porque al final, lo que nos une y nos transforma es la generosidad.
Por Carlos Fernando Lastra Moreno- México

