“Entendí que el sacerdocio o es un don extremo de amor a Dios y a los hermanos, o no tiene mucho sentido”
Mi nombre es André y tengo 61 años. Hace poco más de dos meses me ordené sacerdote, luego de 38 de vida consagrada en el Movimiento de los Focolares. Atendiendo a una invitación de Ciudad Nueva, quiero compartir algo de esta mi experiencia vocacional y el espíritu que la anima.
Desde un punto de vista formal y puramente cronológico, la mía sería lo que se suele llamar “una vocación tardía”. Pero no es así para mí. Al menos desde que, en una conversación con un amigo sacerdote, él me aconsejó de no usar esa expresión refiriéndome a mi vocación. “Dios jamás se retrasa, ni se adelanta”, dijo. “Sus tiempos son perfectos y cada llamada suya se da en el momento oportuno”. Por lo tanto, fue con la convicción de que Él tiene sus razones para abrirme a este nuevo camino de donación en esta etapa de mi vida donde me dejé seducir por este llamado.
“Sus tiempos son perfectos y cada llamada suya se da en el momento oportuno”
Toda mi vida cristiana la pasé bajo el signo del Concilio Vaticano II, que, arraigado profundamente en la teología sacramental y la tradición eclesial reafirmó la visión del sacerdocio como la respuesta a la invitación divina a ser colaboradores en la obra redentora de Cristo. En su decreto Presbyterorum Ordinis, subrayó que el sacerdote es, ante todo, un hombre «tomado de entre los hombres para las cosas que atañen a Dios» (cf. Heb 5,1). Es decir, el sacerdocio no es simplemente una función administrativa, ni una tarea puramente social; es una misión profundamente espiritual que, desde el sacramento del Orden, configura al sacerdote con Cristo, para ser un instrumento de su gracia. En este sentido, el sacerdote es un mediador entre Dios y los hombres. Fue precisamente ese papel de mediador que me llamó la atención cuando me sentí invitado al sacerdocio.
Como focolarino, ayudado siempre por el Carisma de la Unidad, ya había comprendido que para amar como Jesús nos ha amado es necesario hacerse nada, un vacío de amor delante de Dios y del hermano, para donarme completamente sin intereses ni pretensiones. Chiara Lubich siempre nos ha enseñado que para realizar plenamente este vacío no hay otro camino que la adhesión a Jesús Abandonado, que siendo Dios se hizo nada, se hizo pecado para hacernos regresar al Seno del Padre. Ahora bien, es en este Jesús que en la cruz grita el abandono que encuentro la figura y el modelo del mediador perfecto. Fue para seguirlo hasta el final de la vida que me queda, esforzándome para configurarme a Él cada vez más, que resolví aceptar este llamado. Entendí que el sacerdocio o es un don extremo de amor a Dios y a los hermanos, o no tiene mucho sentido.
“Entendí que el sacerdocio o es un don extremo de amor a Dios y a los hermanos, o no tiene mucho sentido”
Dicho en otro modo, siento que mi sacerdocio es una vocación en la vocación de discípulo de la unidad. Del Magisterio de la Iglesia – en especial de las enseñanzas de Papa Francisco – he aprendido que el sentido de la vocación sacerdotal es una invitación a vivir plenamente la imitación de Cristo, inmerso en la comunidad, con un corazón pobre y misericordioso, y con una actitud de servicio constante.
Además, en el corazón de la espiritualidad de Chiara Lubich, encontramos una dimensión mariana profundamente arraigada en su vivencia cristiana. Para Chiara, María no es solo un modelo de fe, sino también una figura central para comprender el sacerdocio y el ministerio cristiano en su totalidad. Esta idea del «sacerdocio mariano» está en sintonía con las enseñanzas de la Iglesia, pero tiene matices particulares que enriquecen la comprensión de lo que significa ser sacerdote en el sentido más pleno: alguien que, como María, ofrece todo su ser al plan de Dios y se convierte en mediador de la gracia.
El «sacerdocio mariano», según Chiara, es un camino de entrega, en humildad y servicio, profundamente enraizado en la experiencia de María como Madre de Dios y Madre de la Iglesia. Es una invitación a todos los sacerdotes y a cada cristiano a vivir una relación íntima con Dios, a decir «sí» con valentía y amor, y a ser presencia viva de Cristo en el mundo, siguiendo el ejemplo de María, la Sierva fiel. En este sentido, el sacerdocio no es solo una función, sino una vocación a ser, como María, mediadores del amor de Dios para toda la humanidad.
“El «sacerdocio mariano», según Chiara, es un camino de entrega, en humildad y servicio, profundamente enraizado en la experiencia de María como Madre de Dios y Madre de la Iglesia”
Fue con el deseo sincero de corresponder a esta vocación profundamente mariana, que decidí dar mi sí a esta invitación. Sé que me faltan virtudes y fuerzas humanas para realizarla plenamente, pero confío en el amor de Dios que me conduce a Él día tras día. Y repito con San Pablo: «(…) Mejor, pues, me preciaré de mis debilidades, para que me cubra la fuerza de Cristo» (Cor 2,9).
Por André Barro nacido en Brasil, delegado de la zona Interamericana
