Jesús Morán, copresidente del Movimiento de los Focolares, relee los años del pontificado e indica el “hilo de oro” que ha tejido su misión al frente de la Iglesia.
Con profunda conmoción escribo estas líneas sobre el Papa Francisco después de su “vuelo” hacia el Padre. Vuelven a mi mente, solícitos y llenos de significado, los numerosos momentos en los que pude estrechar su mano y sentir la calidez de su sonrisa, la ternura de su mirada, la fuerza de sus palabras, el latido de su corazón predispuesto a una acogida paternal. Y me cuesta creer que estos encuentros ya no tendrán un «mañana» o un «de nuevo» en mi historia.
No pretendo hacer un resumen temático del pontificado de Francisco. Para ello, bastará con revisar los numerosos artículos que se han publicado en estos días, sobre todo, el número especial de L’Osservatore Romano –apenas unas horas después de su muerte– y las evaluaciones más o menos exhaustivas que seguramente se publicarán en breve.
Lo que me mueve interiormente es encontrar ese hilo de oro que teje su misión al frente de la Iglesia, tratar de sintonizarme con el centro de su corazón y de su alma. Y, desde ahí, revivir la relación que mantuvo con la Obra de María a lo largo de estos doce años.
Para hacerlo, he meditado profundamente en sus últimos discursos, porque siento que es ahí donde el Papa Francisco dio lo mejor de sí mismo y donde está la clave de todo su pensamiento y de todas sus acciones.
En el texto que preparó para la Misa de Pascua, hay una cita del gran teólogo Henri de Lubac –francés y jesuita también él– que no puede ser simplemente retórica: «debe bastarnos con comprender esto: el cristianismo es Cristo. No es, en verdad, otra cosa».
Me parece que, si queremos comprender a Francisco, tenemos que referirnos a este absoluto: Cristo, y solo Cristo, todo Cristo. A partir de ahí podemos visualizar el contenido profundo de sus encíclicas y exhortaciones apostólicas, la elección de sus viajes, sus opciones preferenciales, el sentido de las reformas que emprendió, sus gestos, sus palabras, sus homilías, sus encuentros, y sobre todo su amor por los excluidos, los descartados, las mujeres, los ancianos, los niños y la creación.
«No es, en verdad, otra cosa». Por eso se puede decir –utilizando una redundancia– que el catolicismo del Papa Francisco es simplemente un «catolicismo cristiano». El impulso de novedad que ha querido dar a la Iglesia, se apoya en esta orientación: la transparencia de Cristo. En virtud de ello, en muchas ocasiones fue mucho más allá de lo políticamente correcto, o mejor dicho, de lo eclesialmente correcto, sin miedo a ser malinterpretado, y sin miedo a equivocarse, incluso consciente de sus propias “contradicciones”. De hecho, en una entrevista concedida a un periódico español, dijo que deseaba a su sucesor que no cometiera sus mismos errores.
A causa de esta centralidad cristológica, podemos reconocer que hemos vivido –casi sin darnos cuenta– con un Papa profundamente místico. De hecho, así es como el Papa Francisco pensó y vivió la Iglesia: no como organización religiosa, ni como distribuidora de sacramentos; mucho menos como centro de poder económico, social o político, sino como pueblo de Dios, cuerpo de Cristo, que brinda hospitalidad a la humanidad en Su humanidad. La Iglesia, por tanto, abierta a la humanidad, al servicio, porque Jesús es «el corazón del mundo».
A Francisco, reducirlo a un reformador social o a un Papa de ruptura demuestra una tremenda ceguera. A menudo me he fijado en su rostro cuando intercalaba comentarios en sus mensajes, por ejemplo, en el Ángelus dominical. Allí, con la sencillez de un pastor que ama apasionadamente a su rebaño, aparecía su sintonía con lo divino, su sabiduría, su fe cristalina e inmediata, su profunda humildad.
De la centralidad de Cristo derivan, en mi humilde opinión, los dos pilares fundamentales de su magisterio: la misericordia y la esperanza. La misericordia es la expresión de sabernos, como creyentes, enraizados en la historia, personal y colectiva, con todos sus dramas. La esperanza manifiesta la tensión escatológica y salvífica que la determina. Según el pensamiento del Papa, hay misericordia porque hay esperanza; y es la esperanza la que nos da un corazón misericordioso. De hecho, en su homilía preparada para la Vigilia Pascual de este año, Francisco afirma que «Cristo resucitado es el punto de inflexión definitivo de la historia humana». Los importantes mensajes sociales y ecológicos del Papa Francisco se malinterpretan si no se tiene en cuenta esta tensión escatológica centrada en el Resucitado.
La relación de Francisco con el Movimiento de los Focolares ha sido intensa durante los doce años de su pontificado. Le dirigió diez discursos oficiales: a los participantes en las Asambleas de 2014 y 2021; a todos los miembros con motivo del 80º aniversario del nacimiento del Movimiento; a la comunidad académica del Instituto Universitario Sophia…; a las familias-focolar; a los participantes en el encuentro de obispos de diferentes Iglesias; a los participantes en el encuentro sobre la «economía de comunión»; a los participantes en el congreso interreligioso “One Human Family”; a los ciudadanos de la ciudadela de Loppiano; a la Mariápolis de Roma-Aldea por la Tierra. Además, en una ocasión, concedió una audiencia privada a Maria Voce –primera presidenta de la Obra de María después de Chiara– y a mí.
Lo que emerge de estos encuentros es un gran amor y una conmovedora sensibilidad pastoral del Papa Francisco hacia el Movimiento. En la virtuosa circularidad eclesial entre dones jerárquicos y carismáticos, podemos afirmar, por un lado, que el Papa supo captar, apreciar y poner de relieve que el carisma de la unidad –con su énfasis en la espiritualidad de comunión y sus realizaciones concretas en ámbitos eclesiales y civiles muy diversos–, representa un don para el proceso sinodal que toda la Iglesia está viviendo en vistas a una nueva evangelización. Por otro lado, identificó con extrema lucidez los retos y los pasos que el Movimento debe dar necesariamente si quiere permanecer fiel al carisma originario, sabiendo atravesar con humildad la inevitable crisis de la posfundación, transformándola en un tiempo de gracia y de nuevas oportunidades.
El papa Francisco fue para el mundo, un mensaje de fraternidad en todo sentido, radicado en Cristo y abierto a todos. La fraternidad es el único futuro posible. Nosotros, pueblo de la unidad, debemos atesorar esta herencia con humildad, energía y responsabilidad.
Jesús Morán
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