No hay una única forma de ser abuelos y se hace camino al andar

A veces vivimos nuestra vida en clave de biografía y otras en clave de literatura. 

La biografía es aquello que figuraría en algún texto que se dedicara a decir sólo la cáscara de lo que hicimos a lo largo de nuestra vida, a modo de “nació, estudió, trabajó, se casó, tuvo hijos, nietos y, tras la jubilación, se murió”. Lo que dice la biografía es verdad, pero obviamente queda corto para dar cuenta realmente del significado de esa vida. 

Por suerte, hay otras formas de adentrarse en el sentido y en el sentir de las experiencias, para transmitirlas de una manera más integrada, incorporando elementos que le dan a la vez singularidad y universalidad. La literatura, por ejemplo, puede relatar las escenas más cotidianas de una manera llena de texturas, asociaciones, emociones y detalles, haciéndonos ver que son algo más que escenas estereotipadas del día a día, al darles un vuelo que la aproximación biográfica ni de cerca describe.

Bueno, todo lo anterior es una introducción para decir que, a modo de biografía, soy abuelo desde hace tres años. Pero también para decir que, a mi abuelidad, la vivo de una manera que dista de ser solamente biográfica, y es por eso por lo que la integro como referencia a este texto, para darle algo de “literatura” a eso que me (nos) ocurre cuando nuestros hijos, de repente, pasan a ser padres y, nosotros, abuelos.

Emilia, Martín y, en breve, Pedro, forman parte del “team nietos” de quien esto escribe. La biografía diría entonces que soy “abuelo (por ahora) de tres niños” y ahí quedaría la cosa. Pero la realidad va más allá de eso, y no solamente por lo “maravilloso” del asunto, sino porque en el ser abuelo aparecen en mi conciencia elementos que me permiten sentir que soy partícipe del devenir de las generaciones, y que en mi experiencia singular puedo observar la continuidad de mi estirpe, sintiendo que formo parte de “eso” que es patrimonio de todos, y que hace que la humanidad siga su camino, más allá de los obstáculos que se presentan.  

Cada abuelo tiene conciencia de su propia experiencia y tiene algo que aportar al respecto. Ser abuelo no se trata de habitar una categoría, sino de vivir una experiencia. Cada forma de vivir el hecho de tener nietos adquiere una resonancia singular, y es grato cada tanto poder reflexionar acerca de esa resonancia de una manera en lo que lo que uno vive es, también, compartido por muchos otros.

Cuando años atrás los entonces abuelos me anticiparon que cuando me llegaran los nietos sentiría lo que hoy estoy sintiendo, yo me reía y decía: “Llegará cuando llegue”. Debo reconocer que escuchaba sus palabras en el modo “biografía”, es decir, adjudicando a la palabra “abuelo” una condición casi mecánica o funcional, imposibilitado de percibir lo que había “dentro” de ella. Eran palabras que parecían la etiqueta de un frasquito de la cocina, al que recién hoy abrí para descubrir realmente qué tiene adentro. 

El primer desafío al abordar el tema de la abuelidad es no quedar atrapado en el casillero del “abuelito contento”, y honrar la sustancialidad de la experiencia que subyace en el hecho de que, esos hijos tan amados, hoy son padres que están forjando una nueva generación. Y qué decir de la sorpresa de que esa nueva generación, de repente, nos mira con cariño y nos dice: “¿Abuelo, vamos a tomar un helado?”, mientras morimos de amor ante la propuesta.

Expectativa vs. realidad

Hay muchas abuelidades posibles. No idealicemos. Las hay afectivamente distantes, inclusive negadoras, y las hay abrumadoras, de esas que usan el rol para descargar ansiedades disfrazadas de amor. Estas últimas son, sin duda, una pesadilla para los padres noveles. 

A su vez, hay abuelos que sienten el amor por sus nietos como un rayo desde el primer día, y otros que van forjando ese amor de a poco, a partir del devenir de un vínculo más personalizado que solamente puede irse entramando con el tiempo. Todo vale si hablamos de afectos genuinos, y, en tal sentido, no se aconseja entrar en competencias al respecto de quién es más amoroso en este terreno, ya que se trata de un rol que no merece sobreactuaciones y acepta diferentes estilos.

Mis hijos viven muy lejos de casa. El Zoom es la bendición de los abuelos a distancia y, por fortuna, genera un genuino acercamiento al punto de que, días atrás, mi nieta Emilia, de tres años, me dio de comer a través de la pantalla parte de su comida, mientras yo masticaba de manera ostentosa lo que me daba. Ella entendió perfectamente el juego, que tuvo el mismo efecto emocional que el que hubiera tenido si hubiera estado yo efectivamente allí, recibiendo ese “alimento” que ella me daba mientras se reía. 

Vale la escena para aquellos que suponen que la presencia física lo es todo. De hecho, recuerdo que cuando yo era muy chico, mis abuelos paternos, que vivían en el exterior, me mandaban cartas con círculos dibujados en los que había una infinidad de puntos. “Cada puntito es un beso que te mandamos”, me escribían. Yo no sabía leer y eran mis padres quienes leían el texto, pero esos círculos llenos de besos están fotografiados en mi memoria, y marcaron la presencia de ellos en mi vida en épocas en las cuales internet no existía. 

La literatura de cada experiencia

Una dimensión importante para tener en cuenta a la hora de descubrirnos abuelos es que, además de la irrupción de los nietos, también irrumpe un nuevo rol en aquellos que antes eran solamente nuestros hijos, y hoy han pasado a jugar en primera al asomarse a la paternidad. Surgen muchas complejidades, que van también de la mano de la interna de cada familia, su historia y las circunstancias que rodean cada nacimiento. Hay padres que no se dan cuenta de que los ahora también padres (sus hijos) están jugando su propio juego, y no son una “provincia” de la casa de origen. En esos casos, suelen ocurrir episodios ingratos, como cuando, ante la necesidad de apoyo logístico de sus hijos, muchos abuelos imponen condiciones como contraprestación de la ayuda solicitada. 

Ocurre también que muchos abuelos tienen que suplir la inmadurez de sus hijos, quienes no asumen del todo su responsabilidad adulta a la hora de criar. También suele pasar que muchos hijos sean excesivamente refractarios a lo que la generación previa tiene para decir, como si la paternidad se estuviera inaugurando en la generación presente. Simplemente enumero algunas escenas de las miles que pueden suceder, situaciones complejas que no inhiben el hecho de que la “literatura” de cada experiencia de ser abuelos es parte de un milagro, y no solamente un tema biográfico, sociológico o psicológico. 

Los que más transpirarán la camiseta serán los padres, nuestros hijos. Eso es bien sabido. Los abuelos tenemos la oportunidad de jugar más, de ventilar el día a día ofreciendo lo que tenemos de liviandad por el hecho de ser el techo que protege, simbólicamente, toda la escena.  

Es verdad que, como insinuamos antes, se puede ser un mal abuelo o abuela. Mezquindades, violencias y ausencias son parte de la vida y el de los abuelos no es un gremio ajeno a esa realidad. Por fortuna, el mundo ofrece el universo simbólico, la amistad entre las generaciones, la espiritualidad y la solidaridad comunitaria, para ir compensando heridas y ausencias que, en el plano de la paternidad o la abuelidad, se hayan tenido. Y tiene, también, la posibilidad reparadora de alguna vez ejercer con amor el rol del que se careció en su momento.  

La biografía dice que aquel cuyos hijos hayan tenido, a su vez, sus propios hijos, es abuelo. El título que esa biografía nos otorga no es el final, sino el inicio de una historia que se desarrollará con una prosa que va más allá del mero dato. En esa historia, tengo tres capítulos que escribir en el futuro inmediato: ir preparando el paseo con heladería incluida para Emilia, comprarle una nueva camiseta de River a Martín porque la anterior le queda chica, y prepararme para conocer a Pedro, quien, según su madre, es un muchacho enérgico al que le gusta bailar dentro de la panza.

Es que el techo protector que formamos los abuelos en clave generacional está hecho de esas cosas: puntitos de besos, helados de chocolate y frutilla, camisetas de fútbol y misterios a ir develando a medida que los chicos van desplegando su ser. Lo demás es vivir nomás, mientras le hacemos pata a nuestros hijos, para que se sientan acompañados en su tarea, esa que ya cumplimos en su momento, y de la cual hoy vemos los frutos.

Por Miguel Espeche – Psicólogo especializado en infancia

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