La democracia en la era digital

Libertad, educación y cultura política.

De un artículo de Giuseppe Boschini que, con un enfoque amplio que abarca el desarrollo de la democracia liberal desde el siglo XVIII hasta nuestros días, resalta algunos problemas derivados del uso masivo de las tecnologías digitales y su impacto en la política. 

¿Puede la democracia liberal, tal como la hemos conocido historicamente, sobrevivir en la era digital?

La pregunta, trágica y quizá excesiva, no  es, sin embargo, ociosa. Está impregnada de las preocupaciones que se apoderan de muchas personas en este período, frente a los nuevos liderazgos políticos emergentes, el papel de los súper ricos en la política (muchos de los cuales controlan las herramientas de información), la capacidad de las redes sociales para moldear la mentalidad de generaciones enteras, para influir en el consumo y, obviamente, las opciones políticas, que se han vuelto cada vez más similares a campañas de marketing. 

Sin olvidar las enormes posibilidades – pero también las preocupaciones – que hoy presentan los temas de la “democracia electrónica”, de las encuestas contínuas, del perfilado de las preferencias individuales de los ciudadanos, de su constante interceptabilidad y – por último, pero no menos importante – de las nuevas perspectivas que nos abre la inteligencia artificial, incluso en la política (…).

Aunque pensemos que se trata de un problema muy actual, la compleja relación entre democracia e información en realidad es muy antigua. Por supuesto, la llegada de la sociedad de la comunicación, de la “infoesfera”, de las “generaciones conectadas”, determina un enorme salto cualitativo-cuantitativo. Pero los Padres de la Revolución americana, fundadores de la democracia viva más antigua, ya habían analizado a fondo la relación entre información y democracia, considerando la calidad de la primera esencial e indispensable para la eficacia de la segunda. 

Thomas Jefferson, por ejemplo, en 1786-87}, en los primeros años de los EE.UU., creía que la libertad de los norteamericanos dependía de la libertad de prensa, que “no podía limitarse sin perderse”, tanto que llegó a afirmar: “si tuviera que decidir si deberíamos tener un gobierno sin periódicos, o periódicos sin gobierno, no dudaría un momento en preferir estos últimos”. 

Sin embargo, a lo largo de su vida, esta opinión cambió. Después de dos mandatos como presidente, hacia 1810, se había convencido de que el libre intercambio de la prensa, más que generar calidad, generaba manipulación: “la realidad es que el público, en lugar de estar informado, es a menudo engañado por falsedades difundidas sin escrúpulos” (1807).

Su decepción no le llevó a renunciar al principio absoluto de la libertad de prensa. Eso le llevó a creer que los ciudadanos deberían ser mucho más críticos con lo que leen. Creía que solo un pueblo bien educado sería capaz de discernir entre la verdad y la mentira y que la educación pública era el antídoto contra la desinformación y, por tanto, la condición para la democracia mínima. En una carta de 1816, hacia el final de su vida política escribió: “La manera de contrarrestar el abuso de la libertad de prensa es mediante una educación pública que permita a los ciudadanos distinguir la verdad de la falsedad” (…).

Sin embargo, educar a los ciudadanos (…) no es suficiente, porque hay demasiada desproporción entre la educación, por un lado, y la omnipresencia de la infoesfera en las “generaciones conectadas”, por otro. 

Se necesitan marcos culturales personales muy fuertes y amplios para distinguir entre engaños e información. Y la capacidad del ciudadano de utilizar selectivamente las enormes posibilidades culturales de infoesfera (en sí misma, una enorme oportunidad positiva) se convierte en un recurso elitista, para unos pocos con altos niveles de educación y concienciación: así la brecha digital se convierte en un riesgo más para la democracia, aplastada entre una “aristocracia” de manipuladores/influenciadores/usuarios conscientes, y una “masa” de manipulados/influenciados, quizás incluso educados en la cultura “tradicional”, pero no lo suficientemente dueños de herramientas innovadoras como para ser protagonistas activos de la revolución de la información. 

Es pues necesario que la política explore a fondo la cuestión de la regulación de la infoesfera, como debería haber regulado (o debería haber regulado) cada nuevo fenómeno que ha ido apareciendo en las alas de la historia: nuevas energías, nuevas armas, mercados financieros globales, migraciones (…).

Un tema con mucho más impacto en el futuro de nuestras democracias es el del perfilamiento digital de los ciudadanos, combinado con el uso masivo de las redes sociales y su capacidad de influencia. 

(…) Desde sus inicios, las redes sociales (que explotaron en oleadas a partir de Facebook, después de 2008) han servido sobre todo para recopilar información. Mientras el usuario cree que tiene un espacio libre para expresarse, los textos, imágenes y “me gusta” que publica proporcionan a la plataforma información infinita sobre hábitos, ideas e incluso preferencias políticas de los individuos. Análisis que, hoy en día, las herramientas de Inteligencia Artificial (IA) hacen extremadamente más fáciles, potentes y generadoras de resultados inmediatamente utilizables, a costos muy bajos. 

Los grandes datos (Big Data) así acumulados normalmente se venden o analizan en profundidad (data mining), incluso se cruzan de múltiples maneras (búsquedas en Google, mensajes sociales, registros en servicios, compras online …): el resultado es que los directivos, como alguien dijo, nos conocen mejor que nosotros mismos (…).

Estos datos de preferencias personales (perfiles) se venden comúnmente a empresas para proporcionarnos compras y publicidad por Internet personalizadas, como bien sabemos. No debe sorprendernos, entonces, que la política también adquiera estos perfiles. Como mínimo, para enviar mensajes políticos pagados y segmentados por edad, género, intereses personales, micro área geográfica, etc) (…).

Reseña trabajada por el Dr. Francisco Porras, México.

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