El perdón, en su esencia, no puede reducirse únicamente a una definición académica como la que ofrece la RAE: “remisión de la pena merecida, de la ofensa recibida o de alguna deuda u obligación pendiente”. Más allá de las palabras, perdonar implica comprender la profundidad de su significado.
Es un fenómeno que se teje con las fibras de la emoción y la cognición, manifestándose como una experiencia vital que acompaña al ser humano a lo largo de su existencia.
Desde una visión evangélica, analizando la parábola del hijo pródigo que ilumina con claridad este proceso. El hijo menor, al pedir la herencia en vida, niega a su padre y se aleja de él. Tras derrocharlo todo, llega a tocar fondo, trabajando en lo más degradante y reconociendo su pecado: “Me levantaré e iré a mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no soy digno de ser llamado tu hijo; trátame como a uno de tus jornaleros”.
Aquí surge el primer paso: perdonarse a sí mismo. Solo desde esa reconciliación interior puede abrirse el camino hacia el perdón del otro. El padre, al verlo regresar, corre a su encuentro, lo abraza y lo recibe sin reproches. Este gesto revela que el perdón es un encuentro sin condiciones, un acto de amor que restaura la relación y abre la posibilidad de un nuevo comienzo.
El perdón como proceso reparador. No significa justificar el daño ni borrar el dolor. Es un proceso que integra dos dimensiones: la humana y la divina. Ambas se conjugan en una acción que genera bienestar, que permite canalizar las emociones sin invalidar los sentimientos.
No es necesario esperar una ofensa para iniciar este camino; el perdón también se cultiva en la prevención, en la construcción de relaciones sanas y en la promoción de una cultura del buen trato.
En la dimensión individual, el perdón es algo muy personal. Nadie puede ofrecer lo que no ha cultivado en sí mismo. Perdonarse implica enfrentar las heridas de la propia historia, sanar las marcas de la infancia y avanzar hacia un equilibrio emocional. El autocuidado y la inteligencia emocional son pilares: aprender a gestionar las emociones, ser empáticos y reconocerse vulnerables abre la puerta a un perdón auténtico.
Al nivel social, se aplica la importancia de la dimensión relacional. Las relaciones de amistad, familiares o laborales requieren cuidado, lealtad y calidez. Promover una cultura de cuidado y autocuidado fortalece los vínculos y prepara el terreno para que, cuando surjan conflictos, el perdón pueda actuar como un bálsamo reparador. Así, el perdón se convierte en una herramienta para reconstruir y reforzar relaciones, transformando las crisis en oportunidades de crecimiento.
El perdón es un kairós, un momento de gracia.
Es la posibilidad de convertir la herida en aprendizaje, la crisis en oportunidad, el dolor en esperanza.
Como el padre que abraza al hijo pródigo, el perdón nos invita a reencontrarnos con el otro y con nosotros mismos, a reconstruir lo que parecía perdido y a abrir caminos hacia la plenitud humana y social.
Al final, el don del perdón es una oportunidad que debemos aprender a cultivar desde nuestra humanidad, desde nuestra fe, con humildad. Es un proceso reparador y sanador que abarca lo emocional, lo espiritual, lo familiar y lo social. Reconocer su poder nos permite comprender que el perdón no solo restaura lo roto, sino que nos transforma en mejores seres humanos, capaces de vivir en plenitud y en paz.
A ti que has leído este escrito, ¿Cómo estás? ¿Te has perdonado a ti mismo? ¿Has perdonado a otros?

Por Loyda Arosemena- Panamá
