El loco de la caverna

Platón fue ese genio que tuvo el acierto de pensar racionalmente en el marco del mito. El salto del mito al pensamiento filosófico, primero, y al científico, más tarde, fue cosa de siglos. Eso de que un día creíamos que el dios Hefestos estaba dentro de una montaña atizando la fragua y causando derrames de lava por doquier y al otro día ya estábamos elaborando sofisticadas teorías sobre la erupción volcánica tomó su tiempo. Sin embargo… el mito de la caverna de Platón es más actual que nunca.

Recordemos el mito. Unos sujetos están prisioneros dentro de una caverna. Ellos están maniatados y recostados de un muro alto. Frente a ellos, se proyectan continuamente sombras sobre la pared que asumen como la realidad. Detrás del muro (y sin ser vistas por los prisioneros), otras personas pasan figuras por delante de una hoguera para que proyecten su sombra sobre la pared. Todo engaño tiene sus artífices.

Sin embargo, uno de los prisioneros se atreve a pensar y cuestiona la situación. Se pregunta si quizás haya algo más allá del muro, así que se desata y huye. En su carrera, se percata del engaño. Finalmente, sale a la superficie y queda enceguecido por la luz del sol, que le revela la auténtica realidad. Sorprendido y emocionado, decide regresar a liberar a sus compañeros. Les cuenta que afuera está la verdadera luz, que hay todo un mundo real, que lo que ven sobre la pared son solo sombras, fantasías… Los antiguos compañeros lo ven incrédulo y cortan por lo sano: hay que darle una paliza al loco de la caverna. No entremos a divagar sobre el significado del mito. Enfoquémonos en el loco de la caverna. La primera pregunta que salta a la vista es la siguiente: ¿por qué se regresó a la boca del lobo? La verdad, no parece una decisión muy inteligente. De hecho, no lo es, pero la ética nunca parece una opción inteligente en las primeras de cambio, solo a largo plazo. 

Este loco ha regresado porque juzgó correcto hacer partícipes a sus compañeros de su nueva libertad, no cualquiera, sino la de quien ha conocido otra forma de ser más auténtica. Pareciera que el loco de la caverna, en su ascenso a la superficie, se ha adueñado de un conocimiento prohibido que sus compañeros aún no poseen, un conocimiento subversivo. Casi siempre el conocimiento es incendiario. Pero hay más, y creo que se ha hecho poco énfasis en ello: el loco tuvo el coraje de pensar y actuar, ¡pensar y actuar! Por cierto, pensar forma parte también del catálogo de acciones sediciosas. El loco se atrevió a pensar por sí mismo y convirtió su raciocinio en acción, en fuerza de voluntad. En otras palabras, insurge contra la realidad aceptada por todos.

Ahora bien, el loco de la caverna debió de haber sentido el pasmo del miedo. Zafarse, girarse hacia atrás del muro, ver la verdad de lo que allí pasaba y echar a correr caverna arriba. Hace falta coraje, no ausencia de miedo.

No hay coraje sin miedo ni ética. Lo cierto es que el loco alcanza a salir de la cueva. Se libra de la cárcel de los paradigmas y se abre a un mundo novedoso, saturado de luz, color y formas.

Y una vez allí, en vez de quedarse a disfrutar del espectáculo, piensa en sus compañeros de la caverna. Diríamos, en términos modernos, que el loco tenía mucho sentido de la responsabilidad social… así que se devuelve.

No solo se devuelve: desciende al infierno de la ignorancia cavernaria. ¿Qué pretendía? Ni más ni menos que una catábasis seguida de una anábasis, es decir, un descenso a la oscuridad para rescatar a sus compañeros y ascenderlos a la luz. Vamos, un poco lo de Orfeo con Eurídice. Aquí quiero detenerme y cuestionar algo:

¿Todo conocimiento implica, por tanto, el rescate de quien languidece sin él? Si esto es así, hay que revisar nuestros sistemas y métodos educativos… Pues bien, el caso es que nuestro loco ha regresado a su lugar en la caverna, pero no para sentarse apaciblemente a ver las sombras en la pared. Llega allí, y lo primero que hace es largar una arenga revulsiva, pero la cosa sale mal. Los compañeros optan por lo cómodo, que es seguir apegados a una manera de ver el mundo. El incordio se transa mal y termina el loquito de la caverna muerto a palos por sus congéneres. Todo un fracaso, pero no. Imaginemos cómo podría haber continuado el mito. Al día siguiente, uno de los presos —quizá el que más palos dio al loco de la caverna— se pregunta: ¿Y si tuviera razón el loco y hay otra realidad? Nada hay más fértil que la duda sembrada y abonada. Ya está: el loco de la caverna tiene un primer seguidor. Esta es la historia de la humanidad, la de los locos cavernarios que deciden pensar por sí mismos. ¿No me creen? Sócrates fue el loco de la caverna en quien seguramente Platón pensaba cuando escribió el mito, su maestro.

En toda caverna, hay un Sócrates que da inicio y un Platón que da continuidad al motín de la inteligencia. Hace poco más de dos mil años, un loco de la caverna nació en Nazareth, y hace poco menos de seis siglos, otro loco de la caverna inventó la imprenta. Hace casi un siglo, un loco de la caverna revolucionó la física con su teoría de la relatividad, pero tres siglos antes, otro loco de la caverna había hallado, a la luz del sol, sus leyes de Newton.

Está el loco de la caverna que inventó el bombillo y el otro loco que creó la técnica de la pasteurización. Hubo un loco que creía que se podía ir a Las Indias (Oriente Extremo) viajando en sentido opuesto, otro loco que inventó el oxímoron de la violencia no activa y el par de locos que partieron en dos ramas la historia de la filosofía: Platón y Aristóteles. Suena bien, pero no lo fue. Todos estos locos lograron salir al sol, cierto, pero luego debieron regresar a enfrentar la oscuridad de la ignorancia establecida como norma social. La caverna de Platón está más viva que nunca. Cada vez que alguien encadena a otros y les hace creer que la única realidad es la que dictamina su voz unánime, pervive la caverna de Platón. Cada vez que somos cautivos de tendencias y modas, vanas sombras en la pared de las costumbres sociales, pervive la caverna de Platón. Cada vez que renunciamos a trabajar desde la esencia de lo que hacemos para proyectar la sombra de nuestra apariencia en el «muro» de las redes sociales, pervive la caverna de Platón.

A veces me pregunto si el mundo, este mundo que hemos fabricado nosotros —del que nos sentimos neciamente orgullosos con toda su violencia y desmanes— y que le hemos dejado a esa generación que despectivamente llamamos «de cristal», no es una inmensa y repugnante caverna de Platón, la única que podía construir una generación de cavernícolas como la nuestra.

Estos jóvenes «de cristal» tienen una fortaleza que mi generación nunca tuvo: no tienen miedo de reconocerse débiles y frágiles. Nosotros ayer fingíamos fortaleza donde ellos hoy lloran.

Y esa es la última cualidad que no he mencionado del loco de la caverna: honestidad. Quiero imaginar que aquel loco de la caverna de Platón tuvo la honestidad de reconocerse ignorante antes de zafarse de sus cadenas.

Quiero imaginar que estos jóvenes de cristal tendrán la honestidad de reconocerse hijos de nuestra debilidad mal disfrazada de dureza, y hacer algo por escapar de la caverna que fabricamos para ellos. Tengo motivos para ser optimista sobre el futuro en manos de estos jóvenes de cristal. A fin de cuentas, en su aparente fragilidad, el cristal está llamado a descomponer la luz en sus diferentes longitudes de onda y, para eso, debe estar fuera de la caverna de Platón.

Por Jerónimo Alayón- Venezuela

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