Vivimos un tiempo en que impera el valor de la juventud eterna y se desestima la experiencia. Sin embargo, la huella de los abuelos y abuelas en la vida de sus nietos sigue siendo tan profunda como siempre.
Antes, “los jóvenes maduraban y los mayores se hacían sabios”, decía Joseph Campbell. En el pasado se escuchaba y respetaba a los mayores, eran nuestros modelos de identificación. Hoy, ante los enormes cambios socioculturales y en las pautas de crianza, los abuelos y las abuelas estamos buscando nuestro lugar en la comunidad y en la familia.
El primer problema lo tenemos cuando nos dejamos convencer de que somos descartables y no reconocemos el enorme valor que nuestra edad y experiencia tienen para las generaciones que nos suceden. Especialmente, cuando la influencia de contenidos e ideas que llegan desde las pantallas y redes pueden llevar a los jóvenes a olvidar la importancia de las relaciones humanas y la intimidad, y a ignorar cómo era la sociedad y la cultura en generaciones anteriores, impidiéndoles armar un nuevo modelo que integre lo mejor de lo anterior.
No pretendo decir que “todo tiempo pasado fue mejor”, sino destacar el valor de transmitir nuestra experiencia y nuestra mirada para que los chicos puedan elegir su camino sabiendo que hay diferentes opciones, que lo que muestran las redes y los algoritmos no es el único camino posible (…).
No conocí a mi abuela paterna y mi abuelo falleció cuando era chiquita, pero perdura en mi memoria el relato de lo que dijo cuando nací: “Hacía 50 años que te estaba esperando”. Mi abuela materna me regaló su tiempo en las siestas de mi infancia, me enseñó a tejer y a coser, me llevaba al cine, mi abuelo me adoraba, y con ellos jugábamos a las cartas durante la adolescencia en las largas tarde de domingo compartidas. Son recuerdos que forman parte de mi identidad.
No nos distraigamos de lo mejor que podemos ofrecer a nuestra familia: nuestra disponibilidad y tiempo para cuidar, jugar, conversar, la paciencia para escuchar y responder las preguntas interminables de los más chiquitos. Un tiempo no apurado, como dice María Elena Walsh, con ganas de pasarlo juntos, de pasear, cocinar, enseñar a tejer, o a coser, o a bordar, a lavar el auto, a colgar un cuadro, a barrer la vereda, de ir a verlos actuar en las fiestas del colegio o al partido que juegan el fin de semana.
Los abuelos tenemos tiempo o nos hacemos el tiempo cuando reconocemos el valor de aquellos temas que nuestros hijos hoy no alcanzan a enseñar. Y por ese camino armamos un vínculo indestructible que va a durar mucho más que nuestra presencia en sus vidas, porque como dice el pediatra Enrique Orchanski, “los abuelos no mueren, se hacen invisibles”.
A veces seguimos trabajando porque nos gusta lo que hacemos y/o porque las magras jubilaciones nos fuerzan a seguir haciéndolo a edades en las que nuestros abuelos ya no lo hacían y tenían tiempo libre. Podríamos creer —ilusoriamente— que vamos a tener tiempo más adelante, pero es mucho lo que podemos perdernos al estar tan ocupados, como el contador de El principito que se pierde las estrellas por hacer cuentas. Nuestros nietos también pierden la oportunidad de sentirse queridos, queribles, valiosos, importantes para sus abuelos, maravillosa marca imborrable para su futuro.
Hoy nos “recibimos” de abuelos a edades más avanzadas que las generaciones anteriores y tenemos menos fuerza y energía para pasar tiempo con nuestros nietos o para ayudar a nuestros hijos en la crianza. No hace falta que juguemos al fútbol con ellos o que hagamos la medialuna, alcanza con estar, con tener ese rato para conversar y jugar, y dejar esa huella indeleble.
No hay una sola fórmula para ser abuelos, la clave está en aprovechar las oportunidades que nos ofrece la vida, o inventar formas de acompañar a los nietos, ya sea invitándolos, cuidándolos, poniendo a disposición nuestra ayuda, sin dejar de cuidarnos a nosotros mismos, porque cuanto más y mejor vivamos, más tiempo podremos estar presentes en sus vidas.
Por Maritchu Seitun
Fuente https://www.sophiaonline.com.ar

