Atesorar los dones de la vida entre la singularidad y la capacidad generativa
Hace poco, conversando con un buen amigo, escuché algo que se me quedó resonando: “cuidar, curar, culturizar”. No era solo un juego de palabras, sino una frase que abría un horizonte, un modo ético político de nombrar cómo acompañamos la vida de los demás y también la propia. Si uno va a las raíces, descubre que cuidar viene de cogitāre: pensar, tener en mente, poner atención; curar viene de curare: ocuparse de, atender, hacer que algo mejore; y culturizar remite a colere: cultivar, habitar, cuidar la tierra. Podríamos decirlo así: cuidar es recordar al otro, curar es hacerse cargo, culturizar es crear condiciones para que la vida crezca. Tres verbos distintos que, en el fondo, se interceptan en la cotidianidad y la experiencia humana de abrazar no sólo la fragilidad, sino también su riqueza.
Con el tiempo he ido comprendiendo algo más: cuidar también es atender a nuestro don creativo, a esa chispa única que cada quien lleva consigo y en las relaciones, y que hace posible que la vida se vuelva generativa. Cuando reconocemos ese don y lo ponemos al servicio de otros, el cuidado deja de ser solo respuesta a una necesidad y se convierte en fuente: abre caminos, inventa encuentros, imagina soluciones, transforma ambientes. Un cuidado sin creatividad se agota; un cuidado que abraza el don creativo se vuelve fecundo.
Pero, ¿cómo se traduce esto en la vida cotidiana? Una pista la ofrecen los llamados bienes relacionales: realidades que solo existen cuando se comparten, como la amistad, la confianza o la cooperación. Para que un bien relacional nazca, alguien debe estar dispuesto a ceder un poco en lo individual para que algo mayor pueda suceder en lo común.
El cuidado se vuelve concreto cuando dejo de calcular únicamente “mi ganancia” y empiezo a preguntarme qué hace posible que el vínculo crezca; porque estos bienes no se acumulan ni se poseen, sino que se generan en la reciprocidad y solo florecen cuando ambos, yo y la otra persona, nos reconocemos mutuamente como don.
Pienso en la Navidad colombiana. En diciembre la gente parece más dispuesta a amar. Se abraza más, se comparte más, se visita más. En muchos barrios de Medellín, por ejemplo, varias familias se organizan para decorar la cuadra con luces. Algunas conectan las bombillas a la energía de su propia casa. Eso significa, concretamente, que alguien va a pagar un poco más en la factura de servicios para que la calle se vea bonita. Es un gesto pequeño, anónimo, pero revelador: se renuncia a algo individual para ganar algo en común.
Sucede algo parecido con la comida: vecinas y vecinos que preparan natilla y buñuelos en una olla comunitaria, de la que difícilmente sería posible identificar los aportes individuales, llevan un plato a otras casas. En esos gestos los límites entre lo público y lo privado se vuelven borrosos. La calle deja de ser solo un lugar de paso y se vuelve un lugar de encuentro. La casa deja de ser solo refugio y se vuelve espacio de hospitalidad.
Al mismo tiempo, el cuidado tiene una tensión que no podemos ignorar. Por un lado, requiere intención: decidir estar presentes, escuchar. Por otro, muchas formas de cuidado surgen de manera espontánea, porque la comunidad ha cultivado hábitos, rituales y acuerdos silenciosos. Es en ese punto donde los gestos del cuidado se trascienden y comienzan a volverse auténticas estructuras de cuidado: entramados cotidianos que permiten que el cuidado circule, permanezca y tome forma. Y cuando una comunidad cultiva estas estructuras, lo hace porque cada uno de sus miembros es reconocido como un don para los demás.
Hay además un aspecto delicado: la singularidad del cuidado. Lo que para una persona significa sentirse cuidada, para otra puede ser agobiante o incluso vivido como exclusión.
Cuidar no es hacer “lo que a mí me gustaría que hicieran conmigo”, sino atreverme a entrar en el mundo de significados del otro; hacer para el otro con el otro.
Ese movimiento nos descentra y nos obliga a escuchar. Es un acto creativo: requiere imaginar, junto con el otro, formas de acompañamiento que tengan sentido para su historia y reconozca su singularidad.
Habrá entonces que tener, numerosos entramados de cuidado, por cuantas relaciones tengamos (Incluyendo la propia), con la posibilidad de destejer, construir y reconstruir nuevas formas de significado. Si miramos con atención, descubrimos que la vida está tejida de gestos mínimos: un café, una conversación, un “¿llegaste bien?”, el compartir una comida navideña. Muchos de estos gestos no se planifican, no aparecen en redes sociales. Pero son ellos los que cuidan, curan y culturizan: atienden, reparan y permiten que algo nuevo crezca.
Tal vez, entonces, cuidar sea justamente esto: prestar atención a sí mismo, al otro, y al nosotros; acompañar las heridas y alegrías; cultivar espacios donde la vida pueda florecer y poner nuestro don creativo al servicio de todo ello. Porque es en ese don, pequeño o grande, visible u oculto, donde lo humano se vuelve generativo. Cuando dejamos que ese don se vuelva gesto, palabra, presencia, la vida se ensancha.
Y en esa red silenciosa de cuidados que nos sostienen unos a otros, intuimos que el mundo todavía puede renovarse, empezando por lo que cada uno elige hacer hoy con la pequeña porción de amor creativo que lleva en las manos: un tesoro que, al compartirse, crece.
Por Julio Andrés Gómez Henao- Colombia
