Célibes y casados: una sola familia en Dios (Panamá y Brasil)

Somos Adri y Beto Lombardo. Beto es panameño y yo, brasileña. Tenemos 25 años de casados y tres hijos: María Alejandra, que fue al Cielo a los dos años; Ana Gabriela, de 21; y José Alberto, de 18. Nuestra historia familiar ha estado profundamente marcada por la presencia de Dios y por la vida en el Movimiento de los Focolares, que descubrimos como un camino de comunión, de luz y de entrega total.

Conocimos el Carisma de la Unidad en diferentes etapas de nuestra vida. Beto lo conoció cuando todavía era joven, a través de un sacerdote de su parroquia. Yo, viviendo en Brasil —donde el Movimiento está bastante desarrollado—, nunca había escuchado nada al respecto.

Lo conocí en Panamá, cuando nos casamos, a través de Beto y de su manera de vivir. Realmente quedé impactada y empecé a descubrir cada vez más este camino, donde donarse y vivir por los demás en la sencillez del día a día me fascinaba. Pero no fue hasta que tuvimos nuestra primera hija cuando realmente hicimos, junto a Beto, una experiencia muy fuerte en Dios.

Nuestra primera hija, María Alejandra, a los tres meses de edad fue diagnosticada con un tumor cerebral. Pueden imaginar lo que significa para una pareja de dos años de casados, con su primera hija en brazos, recibir una noticia así, con una probabilidad de cura menor al 20%. 

Al salir del consultorio, Beto me dijo: “Vamos ya a visitar al sacerdote que nos casó”. Él nos conocía muy bien. Yo, en un estado de shock, trataba de entender lo que pasaba. Después de conversar con este sacerdote, regresamos a casa y Beto me dijo: “A través de esta enfermedad, Jesús viene a visitar nuestra familia. Será un camino quizás largo, Adriana, pero no lograremos hacerlo solos. Debemos compartirlo con nuestra comunidad y, a través de la vida de ellos y de sus oraciones, seremos sostenidos”.

Y fue realmente así. Fueron dos años acompañando a María Alejandra en su enfermedad. En esos años conocimos los dolores más profundos que puede traer el cáncer en una edad tan pequeña. Compartimos con muchas familias en el hospital que vivían nuestro mismo dolor.  Juntos despedimos a muchos de esos niños que llegaron al Cielo antes que María Alejandra. Quizás fue el período más fuerte de nuestro matrimonio, porque la enfermedad no viene sola: trae consigo muchas pruebas: cansancio físico, emocional, dificultades financieras y tantas otras cosas. Pero al mismo tiempo siempre decimos que fue el período más precioso de nuestro matrimonio, donde tuvimos una relación de tú a tú con Jesús.

Lo sentíamos tan cercano en todo, casi un diálogo personal diario. Fue durante ese tiempo que ambos sentimos el llamado a una nueva vocación: ya no solo la vocación matrimonial, sino la de donar toda nuestra vida a Jesús, consagrándonos a Él.

Ser focolarinos casados es una vocación dentro de la vocación. Nuestro “sí” matrimonial se amplía y se profundiza al vivirlo en comunidad con quienes también se han consagrado a Dios. En la vida diaria esto se traduce en compartir las experiencias, las alegrías y también las fragilidades.

Cada día es una oportunidad para redescubrir a Dios en el otro. “Jesús en medio (Mt. 18:20), nos da la luz para comprender algo momento tras momento”, decía Chiara Lubich. Esa luz sostiene nuestras relaciones y nos ayuda a mirar nuestras debilidades con misericordia y esperanza. Vivimos entre dos fuegos: Cristo en nuestro corazón y Cristo entre los hermanos.

En nuestro focolar convivimos con hermanos y hermanas célibes consagrados, compartiendo la misma meta: hacer presente a Jesús en medio de nosotros. Esta convivencia nos ayuda a descubrir cada día la belleza de la diversidad dentro de una misma entrega. Aunque nuestras vocaciones son distintas —ellos célibes, nosotros esposos—, todos buscamos vivir el mismo amor radical a Dios y a los demás.

El Papa Juan Pablo II decía que el matrimonio cristiano es una participación real en el amor de Dios. 

En el focolar lo experimentamos así: el amor de pareja y el amor virginal no se oponen, sino que se iluminan mutuamente. Ambos son caminos hacia el mismo Amor.

La alegría de vivir para los demás

La vida en el focolar nos enseña que el amor verdadero nos hace libres. Chiara decía que el focolarino debe ser “una persona muerta a sí misma y viva en Cristo”. Eso se traduce en vivir con sencillez, humildad y abandono total en las manos del Padre.

Cuando nos dejamos conducir por Dios, cuando aprendemos a amar sin condiciones, algo profundo cambia dentro: el amor virginiza, purifica, transforma. En ese sentido, todos —célibes y casados— estamos llamados a la misma pureza del amor.

Caminar con las fragilidades del mundo

Vivir nuestra vocación en medio del mundo significa estar cerca de la realidad de las familias, de sus luchas, de su dolor, y llevar allí la presencia de Dios. No se trata de tener respuestas, sino de caminar con los demás, sin escandalizarnos de nada, confiando siempre en la acción de la gracia. No somos expertos ni estudiosos; solo tratamos de “estar” y, a través de nuestras experiencias, acompañar y compartir con otras familias, personas cercanas y otras no tanto. Todos los días tenemos innumerables oportunidades de amar. No siempre las percibimos todas, pero cada día que nace el sol es una nueva oportunidad para recomenzar.

En un mundo donde tantas familias sufren y buscan sentido, creemos que nuestro testimonio puede ser un pequeño signo de esperanza: que es posible vivir el amor de Dios en el matrimonio, en la comunidad y en la vida ordinaria.

Una nueva prueba, una fe renovada

En el último año llegó nuevamente una prueba fuerte: a los 17 años, nuestro hijo fue diagnosticado también con cáncer. Es imposible negar el miedo, el cuestionamiento:

¿Nuevamente nosotros? ¿Tendremos la fortaleza para vivir en Dios esta experiencia?”

Nuestras oraciones diarias siempre fueron: “Danos, Señor, la gracia para vivir tu voluntad”. Sentíamos que con esa petición diaria tendríamos la fuerza y la luz para afrontar cada dificultad. Pero esta vez, como madre, sentía que no podía decir eso a Jesús. El miedo del mañana me aterraba. Un día me sentí como el hombre del que habla Jesús en el Evangelio… y pensé: ¿por qué pedir algo que no creo que sea posible? Eso era dudar de mi fe. Así que, mucho antes de la primera quimioterapia de nuestro hijo, mi oración pasó a ser: “Gracias, Jesús, por haber curado a nuestro hijo”. Cada amanecer y cada anochecer, hasta hoy, sigue siendo la misma oración: “Gracias, Jesús, por haber curado a nuestro hijo”.

También en este último año, la convivencia en el focolar nos sostuvo. Nos mantuvo firmes frente a la tempestad, donde sentíamos un viento fuerte, rayos y mucha lluvia, pero nosotros seguíamos de pie, con la mirada en el Cielo, sabiendo que Dios es Padre y jamás nos abandona. 

Nuestra experiencia en el focolar ha sido y sigue siendo un regalo inmenso. Nos enseña cada día que la unidad no borra las diferencias: las hace fecundas.

Célibes y casados, hombres y mujeres, jóvenes y adultos… todos reflejamos un rostro del mismo Amor. Y, como en Nazaret, en lo simple y cotidiano, descubrimos a Jesús vivo entre nosotros.

Por Adri y Beto Lombardo – Panamá

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