Se dice que los “ancianos son como niños”, comprendo, pero coincido solo en parte con esa expresión, porque si bien los cambios físicos y emocionales de la vejez conllevan a menudo, a una mayor dependencia, la sencillez y la solicitud de atención y cuidado por parte de los mayores; su desarrollo como seres humanos no se detiene; su proceso de maduración sigue su curso y, a veces, precisamente, esas habilidades que van perdiendo los predisponen a una mayor esencialidad y capacidad de trascendencia, enriquecida a menudo con un espíritu juguetón que embellece sus almas.
Desde mi experiencia de hija de un papá de 92 años, he visto en él la conexión el niño o, mejor dicho, con algunas características típicas de la infancia que quizás, en el arco de la vida, las preocupaciones y los sufrimientos le habían opacado. He visto reflorecer en él la espontaneidad, la creatividad, la libertad ante esquemas sociales y paradigmas de conducta, junto a una sabiduría esencial, rica de espiritualidad y de gratitud ante la vida y un toque de picardía que fue una característica transversal en su vida, pero que hoy brilla en sus ojos en un modo especial.
Esta metamorfosis en la vida de papá, jamás la habría imaginado hace seis años cuando el médico nos convocó para decirnos que había encontrado síntomas de una demencia vascular en mi padre. La noticia fue como un trueno en medio de un cielo despejado, era difícil aceptarlo; él, un hombre brillante, médico, reconocido científico, de agudo pensamiento, ahora se veía afectado precisamente en el área cognitiva, me parecía una condena a muerte; el anuncio del final.
Ese día jamás habría imaginado las oportunidades que esta situación de salud trajo para mi familia. Hoy veo en la demencia senil “un acto de justicia de la naturaleza” que, con el velo del olvido, liberó a mi papá de dolores agudos del pasado, de resentimientos y de recuerdos que lo atormentados a lo largo de los años, ensombreciendo su espíritu generoso y sus ideales de transformación social.
Estereotipos sociales propios de su cultura rural, donde la figura del varón seguro y determinado condicionaban fuertemente su forma de ser, se han ido disipando. Le permitieron abandonar los botines y los clásicos pantalones de gabardina “que todo profesional debe vestir” para disfrutar, por primera vez, de cómodos tenis y ropa deportiva; descubrir nuevos talentos como la pintura y el baile o participar con entusiasmo de la sencillez de los quehaceres de la casa, lavando los platos o tendiendo la ropa recién lavada.
Nuestras conversaciones han cambiado radicalmente, los argumentos son otros. Ahora nos comunicamos de otro modo, a veces es difícil seguir el hilo de la conversación o siquiera entender sus palabras (él siempre fue muy creativo, si no recuerda una palabra, sencillamente inventa una nueva), usa la rima, conceptos vinculados de forma artística, aunque no tengan siempre mucha congruencia. Sin embargo, nuestros diálogos son ricos de risas, de gestos, de una energía compartida que estrecha nuestra relación más allá de las palabras y los argumentos.
Existen todavía momentos de lucidez, en ellos el hablar de papá se vuelve sabio y sumamente profundo, sus palabras adquieren el peso de un testamento, sus consejos son ricos de trascendencia, de espiritualidad, de gratitud por la vida y de un amor profundo, son un auténtico legado.
Rodeado de un ambiente lleno de estímulos cognitivos y afectivos, a los que mi familia provee, junto con las personas que se encargan diariamente de su cuidado, las conexiones cerebrales perdidas han creado otras nuevas, sorprendentes, resilientes, amorosas, creativas. Siento una enorme gratitud por todos estos nuevos actores en la vida de mi familia que permiten a mi papá vivir su edad de oro no en forma retórica, s no realmente.
A menudo, cuando nos encontramos o nos vemos por videollamada, no recuerda mi nombre, ni siquiera que soy su hija, pero sabe que está frente a alguien que es parte de él, nos une una profunda sincronía, lo que cuenta son las miradas, los gestos, la energía.
Esta experiencia me confirma que efectivamente somos parte unos de los otros, hijos del Absoluto y que en Él no hay distancias ni separación.
Por Mariel Badilla- Costa Rica
