Adolescencia: frente a la peor orfandad

En 2010 el psicólogo argentino Miguel Benasayag y su colega francés Gerard Schmitt publicaron un libro titulado Las pasiones tristes, que recoge sus reflexiones tras una vasta experiencia en el tratamiento de niños y adolescentes. El título deviene de una idea de Baruch Spinoza (1632-1677), filósofo neerlandés de origen sefardí que fue uno de los grandes pensadores racionalistas de la Ilustración.

Para Spinoza, cuya Ética es un libro esencial en la historia de la filosofía occidental, el devenir humano está signado por dos grandes pasiones. La alegría, de la que derivan el amor, la solidaridad, la esperanza, el reconocimiento del prójimo. Y la tristeza, madre de la desesperanza, la depresión, el aislamiento y la culpa. Las pasiones alegres conducen a la perfección del alma, sostenía Spinoza. Y las tristes llevan a su degradación. Benasayag y Schmitt demostraban con demoledora claridad cómo los chicos de hoy crecen y se educan en un mundo desesperanzado, teñido por la sombra de las pasiones tristes.

Quince años más tarde de aquella publicación ese fenómeno no hizo más que confirmarse, comprobación que me estremece en mi condición de autor de La sociedad de los hijos huérfanos, libro que escribí y publiqué en 2007. Las sucesivas reediciones de este ensayo deberían satisfacerme como autor; sin embargo, me produce amargura y desaliento que, dieciocho años más tarde, no haya hecho más que expandirse la orfandad de la que hablo en mi libro.

La de los chicos huérfanos con padres vivos, padres con los que a menudo conviven bajo el mismo techo, padres de los que reciben todo tipo de dádivas y bienes materiales, padres incapaces de fijar límites y orientaciones, de proveer modelos existenciales trascendentes, de guiar e instrumentar emocional y espiritualmente para la construcción de una vida con sentido. Padres físicamente presentes en su rol, pero devastadoramente ausentes en su función.

A la espera de respuestas

La miniserie inglesa Adolescencia, extraordinaria realización técnica, actoral y argumental creada por Jack Thorne y Stephen Graham (quien también actúa en ella como padre del protagonista) y dirigida por Philip Barantini, acaba de machacar, sin concesiones, sobre el mismo punto.

Adolescencia provocó conmoción, discusión, reflexión, encendió una alarma que, en apariencia, no pudo ser ignorada por quienes más deben escucharla (padres, educadores, profesionales que trabajan con niños y adolescentes, personas preocupadas por la violencia y el extravío juvenil en todas sus formas) y, sin embargo, también plantea preguntas razonables a la luz de la experiencia.

¿Cuánto tardará esa repercusión en ser olvidada ante la aparición de un nuevo producto Netflix o similar que se convierta en la nueva tendencia en una sociedad que devora a velocidad cada vez mayor todo tipo de analgésicos para el vacío existencial? ¿Cuánto tardarán los adultos que se sientan interpelados en acallar sus sentimientos de culpa mediante excusas auto victimizadoras y auto exculpadoras referidas a la falta de tiempo, la necesidad de trabajar mucho para sostener el nivel de vida, los apuros de la vida contemporánea, la influencia de las redes sociales en el comportamiento adolescente, o la dificultad para entender a los chicos de hoy, como si estos fueran invasores de otro planeta?

¿Hasta cuándo seguirán tercerizando la crianza en colegios de doble turno, en docentes, en terapeutas, etcétera, transfiriendo así responsabilidades propias? ¿Cuándo se atreverán a poner límites y guías, cuándo comenzarán a usar la breve y sanadora palabra «no», cuándo resignarán alguna prioridad propia para atender una necesidad no material de los chicos, cuándo dejarán de creer que un chico tiene más experiencia y conocimiento que un adulto acerca de las complejidades no tecnológicas de la vida real?

Los limites de la vida

Si hubiera que actualizar algo en el libro de Benasayag y Schmitt habría que decir que los adolescentes de hoy no están creciendo en un mundo de pasiones tristes, sino, peor, de pasiones trágicas. Se los pretende «proteger» de las amenazas de la vida recluyéndolos en receptáculos «seguros», como las pantallas, habitaciones propias que los adultos temen «invadir», habitaciones en las cuales, finalmente, las pantallas ofrecen más peligros que la calle.

Se los ignora o se sobre compensa las ausencias emocionales sobreprotegiéndolos hasta dejarlos sin recursos ni conocimientos para moverse en el mundo real. O se cree que hay que hacerse «amigo/a» de los hijos, con lo cual se elimina la necesaria asimetría de un vínculo que necesita de un guía, de un orientador, de un transmisor de valores, de memoria, de experiencias.

Crecen en un mundo en el que desaparece la autoridad necesaria de los padres, y la consecuencia es el imperio del deseo: lo que quiero me es provisto, lo que quiero es mi derecho, si me lo niegan es autoritarismo.

Así hasta que la vida, que no es sobornable, impone los límites que no pusieron quienes debían, y estos límites a menudo son trágicos: batallas adolescentes con consecuencias dolorosas a la salida de discotecas y colegios, chicos que se matan como moscas en accidentes viales conduciendo alcoholizados o drogados, previas que terminan en letales sobredosis de alcohol o sustancias, niños y adolescentes medicalizados para curar «conductas» que en realidad son síntomas del abandono adulto. Pasiones más que tristes, trágicas. Producto de crecer en un mundo adulto en el que están ausentes las pasiones alegres de Spinoza, como la esperanza, el amor, la honra al otro. Un mundo de urgencias caprichosas que desplazan las necesidades importantes. Un mundo de adultos que se niegan a crecer y que terminan por ser adultescentes, una especie disfuncional.

Dónde se aprende

Las funciones paterna y materna nunca fueron fáciles. En cada momento de la historia tuvieron sus dificultades específicas. Nadie nace sabiendo cómo ser padre o madre.Se aprende con los hijos y el aprendizaje nunca es perfecto. Acaso nunca como hoy haya habido tanta deserción de esas funciones. Ahí radica el problema, no en los hijos. Las funciones paterna y materna requieren un coraje espiritual imprescindible.

El vínculo padres-hijos (sean éstos biológicos o adoptados) es una relación creada por los padres. Por lo tanto, son ellos los responsables de convertirla en una experiencia plena de sentido existencial. Responsabilidad es una palabra que proviene de «responder»

La presencia de un hijo en nuestra vida representa una pregunta: «Tú me convocaste, ¿para qué lo hiciste?». Las preguntas que en Adolescencia los padres se hacen a sí mismos (¿Cómo no nos dimos cuenta? ¿Cuándo se nos fue de las manos?) sólo pueden ser respondidas por ellos. Son las mismas que, cuando ya es tarde, se hacen muchos padres en la realidad, fuera de la pantalla. Ningún padre, ninguna madre presente en sus funciones llegan a hacerse esas preguntas, que son fruto de una ausencia y el precio de la peor orfandad.

Por Sergio SinayFuente https://www.sophiaonline.com.ar