La autora austríaca narra cómo fue vivir con un padre distante y partidario del nazismo o no quería volver a mi casa en Austria cuando completara la beca. En la universidad de Estados Unidos, experimenté un tipo de libertad que jamás había sentido. Entre las personas mayores y las más jóvenes había respeto y buenas intenciones, una relación relajada entre estudiantes y profesores, y una manera de dialogar franca, basada en la confianza, que nunca antes había conocido.
(…) En los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, mientras yo crecía, todos estaban preocupados en recuperarse y asegurarse los medios para vivir. Había muchas restricciones, y a los niños nos enseñaban a obedecer a las “autoridades” sin chistar.
(…) En las familias, la guerra no se discutía. Discutir sobre política era un tabú, y solamente lo hacían los comunistas, los excluidos de la sociedad. La familia típica, en cambio, estaba interesada en el fútbol, la música, el teatro, los boletines escolares, las vacaciones en Italia, los bienes de consumo, la moda y el baile de la ópera como el evento estrella de la temporada de carnaval.
(…) En mi familia, ni siquiera le preguntábamos a mi papá cuál era su profesión u oficio. Viajaba con frecuencia, y nos traía regalos y souvenirs de los diferentes países que había visitado. Entre un viaje y otro estaba en casa, aunque solía desaparecer detrás de sus papeles y recién se asomaba a la hora de cenar, incomunicado con el mundo exterior. No nos animábamos a cruzar la sala y llegar al sillón donde se sentaba. Casi no nos dirigía la palabra, y cuando lo hacía, era en tono semi jocoso, distante. Nos inquietaba. No sabíamos cómo relacionarnos con ese extraño a quien llamábamos “papi”
Cuando él estaba, había una pesadez en el aire, un silencio opresivo que nos desconcertaba. No supimos de besos ni de abrazos, la cercanía natural entre padres y sus hijos. ¿Era normal?
Nuestra mamá era muy buena cocinera, y recibía invitados todos los fines de semana. Era gregaria, lo opuesto a mi papá (…). Nunca discutían delante de nosotros. ¿Podría describir a mi familia como “armoniosa”? Supongo que sí. No conocía otra cosa. Cada miembro de la familia era una isla en sí misma, y a nadie le importaba.
De pronto, nos azotó la tragedia. Mi padre sufrió una crisis física y mental y perdimos la seguridad que teníamos sobre nuestro sustento. Se recuperó hasta cierto punto, pero quedó inválido el resto de su vida. Más allá del estrés por la quiebra de sus negocios, nunca investigamos cuáles eran las causas más profundas de su crisis.
La beca fue una oportunidad para alejarme de todo eso, al menos por un tiempo. Al irme, mi papá me dio el dinero que había logrado ahorrar “para un día lluvioso”, como me dijo casi disculpándose. Yo estaba conmovida, pero no encontraba las palabras adecuadas para agradecerle. Nunca más lo vi.
Expresar sentimientos y emociones era algo que no existía en mi familia
>Murió mientras yo estaba en Estados Unidos. Durante los últimos meses de su vida, mi mamá me escribió contándome que había tenido una recaída y, una vez más, había perdido el control de su mente. Volvieron a mi memoria recuerdos perturbadores de nuestras visitas al hospital, cuando lo íbamos a ver tras su primer colapso. Ahí estaba: un hombre parecido físicamente a mi papá, pero a quien no reconocía, una persona irracional, indoctrinada, autoritaria y llena de ira.
No pude hacer el duelo, lo cual me hizo sentir profundamente culpable (…).
En Estados Unidos aprendí los hechos históricos sobre la Segunda Guerra Mundial. Mi tío norteamericano me contó que mi padre había sido un acérrimo partidario del nazismo, y creía en el “Führer” incluso después de la caída del Tercer Reich. Cuando mi tío viajó a Austria como oficial de los Estados Unidos hacia el final de la guerra para liberar los campos de concentración, mi papá se rehusó a visitar los que estaban cerca de nuestro pueblo.
Fue doloroso darme cuenta de que era uno de los que negaban la existencia de los campos de exterminio
Me atormentó la pregunta “¿por qué?”. ¿Cómo podía una persona que era tan impecablemente honesta en sus asuntos privados, negar los hechos evidentes?
¿Por qué este rechazo a aceptar la verdad de que el nazismo era malvado y de que su lealtad al movimiento había sido un error fatal? (…)¿Por qué no nos lo admitió ni siquiera a nosotros, en lugar de retraerse a un silencio que paralizó la vida familiar y envenenó nuestras relaciones?
Sin duda mi mamá fue la que más sufrió, pero al menos lo conoció antes de su adoctrinamiento, cuando era una persona distinta. Yo solo conocí a un hombre intimidante, vestido de uniforme negro con botas altas, cuyo rostro jamás esbozó una sonrisa e impartía órdenes con un tono filoso y quien después de la guerra, se convirtió en una figura de hielo, muda y encerrada en la prisión de su mente implacable. Años más tarde, lo Innombrable, reprimido durante tanto tiempo, salió a la luz mediante sus episodios de salud mental.
Se han escrito muchos libros sobre los efectos en las víctimas de esta traumática “ruptura en la civilización del siglo XX”, y en sus descendientes. Recientemente aparecieron relatos de hijos e hijas de nazis que hablan sobre los efectos nocivos que tuvo en sus vidas. Son historias que demuestran que negar la realidad y la responsabilidad que uno tuvo en el daño generado, pasa factura a las generaciones siguientes.
Este es nuestro legado y debemos aceptarlo
¿Hice las paces con mi padre? Todavía estoy en proceso. Toma tiempo y madurez convertir el reproche en compasión y gratitud filial. Todavía hay emociones en conflicto. Sus palabras, “Procede con tus planes PUNTO Buena suerte PUNTO Besos”, que me dejaron libre para seguir mi propio camino, todavía resuenan en mi corazón. Ahora que ya pasaron varias décadas de su muerte, siento una necesidad de llegar al fondo del asunto sin juzgar, un deseo de entender y de sanarnos a nosotros y a él. Porque los muertos que se llevan consigo la negación de la verdad a la tumba, también necesitan sanar.
Por Susanne Schaup – Traducción: Clementina Escalona Ronderos