Participamos con mis nietas a la fiesta de Navidad de la comunidad, un momento de familia bello, ellas se sintieron protagonistas representando, con títeres, junto a otros niños, el pesebre. Estaban felices. Al terminar mi nieta menor me pidió que me llevara la imagen de Jesús en yeso que habían hecho; la puso en mi cartera y me dijo que la guardara en casa. Prometió que cuando me visitara cuidaría de él y lo tomaría en brazos, como María. Estaba triste porque sus padres no dejarían entrar al Niño Jesús a su casa.

Sentí que algo debía hacer… Cuando llegué a la casa de mi nieta, hablé a solas con su mamá, le conté la tristeza que vi en rostro de la niña y le pregunté por qué esa actitud, si habían sido educadas en la fe desde pequeñas, ahora obligaban a la niña a ocultar sus sentimientos y su fe, y a no ser transparentes, de seguir así, tal vez, la niña, en el futuro, ante otras situaciones también ocultaría otras cosas.

Aclaré con firmeza que mi esposo y yo no vendríamos a festejar en su casa la Navidad. Una Navidad diferente porque sería solo una reunión familiar más y nosotros y mis otras hijas y nietos queríamos celebrar a quien es el Centro y motivo de la Navidad, el Niño Dios. Por tal razón, este año la Navidad sería en nuestra casa.

Mi hija estaba un poco perpleja por el planteo de la pequeña y, conociendo su sensibilidad, comprendió y tomó la cuna con el Niño. En ese momento llegó su esposo y preguntó qué sucedía, ella trató de explicar un poco titubeante la situación. Él escuchó y después de hacer silencio adhirió; luego dieron el niño Jesús a su hija. La pequeña me miró extrañada, le dije: “está bien, ya hablé con tus padres, ¡busca el mejor lugar de la casa para el Niño Dios!”

Este año, finalmente, podremos llevar el Niño Jesús que tenemos en casa hace mucho tiempo y de un buen tamaño, a Su fiesta de Navidad, para adorarlo en familia junto a todos nuestros hijos y nietos.

Por Comunidad de Lima